La hazaña del Fiume

Tal y como tenía prometido aqui os va un megapost. Tenía pensado hacerlo sobre Canadá y alguna de las cosillas que hay por aqui (fentanilo, propaganda desde la guardería, mendigos fumando mientras te piden «spare money», Terry Fox, Tim Hortons, las residencias indígenas,…) pero sinceramente este es un país aburrido, lleno de gordos y sin una pizca de épica. En su lugar, os voy a contar una historia. ¿Os imaginais que un día un militar-poeta se le cruza un cable y decide conquistar Gibraltar? ¿Os imaginais que lo consigue acompañado de un grupo de intrepidos guerreros? Y si España le reclama que devuelva Gibraltar a los británicos para evitar el conflicto diplomático y la reacción del poeta-militar es declararle la guerra a España y declarar Gibraltar independiente, creando su podria constitución. Bien puesto todo eso ha pasado hace 102 años en Italia. Dentro post!


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11-M (Post de Lope)

Es jueves, 11 de marzo de 2004. Quedan tres días para las elecciones generales, que se celebrarán el domingo 14. El reloj acaba de dejar atrás las 7:30 de la mañana. Miles de españoles despiertan, otros tantos se dirigen al trabajo en transporte público, alguno, rezagado, desea meterse en la cama tras un turno de noche. Diez explosiones, en cuatro trenes distintos, rompen la mañana por la mitad. Las sirenas se convierten en la banda sonora de las siguientes horas. 192 fallecidos, más de dos mil heridos, un despliegue inédito de los servicios de emergencias.

Parte 1

Parte 2

Parte 3

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Capítulo III

Capítulo III
    Al mes exacto de la proclamación de la República, en
mayo de 1931, estando Matías Alvear de servicio en la oficina, el aparato
telegráfico a su cargo comunicó que en Madrid ardían iglesias y conventos,
entre ellos el de los Padres jesuitas en la calle de la Flor. Inmediatamente
pensó que su hermano Santiago habría figurado entre los asaltantes. Y en
efecto, no erró.


    A los pocos días el propio Santiago se jactaba de ello
en una carta, en la que decía que ya era hora de acabar con tanto cuento. Luego
añadía que su hijo José —que por entonces debía de rozar los veinte años— se
había portado como un hombre.
    La preocupación de Matías Alvear fue escamotear
periódicos y cartas para que Carmen Elgazu no se enterara de aquello, y lo
consiguió. En cambio, en el Seminario se filtró la noticia. Faltaba un mes para
terminar el curso. Ignacio, pasado el primer estupor, reaccionó como su padre:
«Unos cuantos exaltados, unos cuantos exaltados…»
    César se enteró porque en los Hermanos de la Doctrina
Cristiana no se hablaba de otra cosa. ¡Iglesias quemadas! El chico quedó
hipnotizado. También pensó: «Quién sabe si mi primo de Madrid… Y mi tío…» Pero
tampoco había visto la carta. Le pareció un deber desagraviar de algún modo a
Dios. Al salir del Colegio tomó automáticamente la dirección de la Catedral. Y
allá permaneció, solo y diminuto bajo la bóveda inmensa, hasta que el sacristán
salió de un muro haciendo tintinear sus gruesas llaves.
    El aspecto de la ciudad había cambiado. Carmen Elgazu
regresó de la compra diciendo: «No sé qué les pasa. No pueden soportar que no
hable en catalán». En todas partes se formaban corros, sobre todo en las
esquinas y los puentes.
    Matías Alvear había notado el cambio en la barbería
donde acostumbraba a servirse. «¡Vamos a dar
pal pelo a más de cuatro!», decían sin precisar. En el Neutral la radio tocaba
todo el santo día La Marsellesa y el Himno de Riego
. En los balcones de los partidos políticos que durante la Monarquía llevaban
vida lánguida, el rótulo había sido barnizado de nuevo, y siempre se veían,
bajo el asta de la bandera, dos o tres hombres fumando.
    Aquel mes pasó de prisa e Ignacio se presentó a los
exámenes finales. Su decisión estaba tomada, por lo que contestó a los
profesores sin nerviosismo alguno. Ello le valió las mejores notas, que nunca
había tenido. «¡Con lo contenta que estaría mi madre si esto fuera de veras!»,
pensaba. No había comunicado a nadie, ni siquiera al padre Anselmo, su
proyecto. Siguió las costumbres del Seminario como si tal cosa. Escuchó los
consejos para las vacaciones, subió a los dormitorios, preparó la maleta, se
despidió afectuosamente de sus condiscípulos. Luego se fue a los lavabos y
robó, como recuerdo, una bombilla.
    
Cruzó el umbral. ¡Gerona! Respiró. Bajó las
escalinatas de Santo Domingo. Vio en los balcones las banderas y los hombres
fumando. Subió al piso de su casa. Su madre había salido a la función de las
Cuarenta Horas y el muchacho se alegró de ello. Prefería hablar primero con su
padre a solas. Cuanto antes mejor. Ardía en deseos de hacer los proyectos de su
nueva vida, orientarla en algún sentido concreto; pero temía la reacción de su
madre. El disgusto que se llevaría sería tan grande, que la idea le anonadaba.
Su padre era la única persona en el mundo que podía mitigar las cosas.
    Había imaginado mil preámbulos. En el momento de la
verdad dijo, simplemente:
    —Padre, no quiero volver al Seminario.
    Todo fue más fácil de lo que cabía esperar. Matías, que
estaba pescando en el balcón, izó lentamente la caña. Luego dio media vuelta y
miró a su hijo.
    —No te preocupes. Ya lo esperaba.
    Ignacio sintió un gran consuelo en su corazón. Quería
dar un beso a su padre. Éste entró con lentitud en el comedor y dejó la caña en
su rincón de siempre.
    —Tu madre se llevará un gran disgusto.
    —Ya lo sé.
    Matías entró en la cocina a lavarse las manos.
    —Vamos a ver si la consolamos.
    La cosa se reveló difícil. Carmen Elgazu reaccionó más
dramáticamente aún de lo que se había supuesto. Se lo comunicaron después de
cenar, cuando Pilar ya se había acostado. Levantó los brazos y estalló en un
extraño sollozo. Miró fijamente a Ignacio y estrujó el delantal. «Pero… ¿Por
qué, por qué?» Ignacio optó por retirarse a su cuarto y Matías no sabía qué
hacer. Fue preciso pasar la noche prácticamente en vela y al día siguiente
llamar a mosén Alberto para que tratara de hacerla comprender. A Carmen Elgazu
le parecía que, de pronto, se había convertido en una mujer estéril.
    Ignacio pasó unos días en un estado de angustia increíble.
    —Madre, ¿qué puedo hacer? No iba a seguir sin vocación,
¿verdad?
    —Ya lo sé, hijo, ya lo sé. Pero me había hecho tantas
ilusiones…
    Pilar miraba a su hermano con el rabillo del ojo. Ella
casi se alegraba. Nunca había imaginado a Ignacio sacerdote y cuando llevaba
medias se mofaba de él. Ahora les había dicho a sus amigas del Colegio.
    —¿Sabéis? ¡Mi hermano no será cura!
    Matías Alvear pasaba unos días que no se los deseaba a
nadie, ni siquiera a don Agustín Santillana, contertulio antiliberal. Resoplaba
buscando soluciones. ¡Era preciso consolar a su mujer! Su esperanza era César,
pero éste no se decidía a hablar.
    ¡Diablo de chico! Todo el día dirigía miradas furtivas,
cuando no se encerraba en su habitación como si escondiese un gran secreto.
    Una noche Matías, harto de esperar, le llamó y le tiró
de la oreja.
    —Vamos a ver, pequeño —le dijo—. O yo no soy tu padre,
o estás queriendo y no queriendo. ¿Verdad o no?
    César se pasó la mano por el mechón de la frente. Miró
a su padre con cara entre miedosa y esperanzada.
    —¿Qué quieres decir…?
    —Pues… muy sencillo. ¿Quieres cantar misa tú, o no…?
    César esbozó una sonrisa, que al pronto su padre no
comprendió. Las facciones todavía indefinidas del chico le traicionaban. Finalmente,
éste contestó:
    —Habla con mosén Alberto.
    ¡Acabáramos! Matías Alvear se fue al Museo Diocesano,
cuyo conservador era mosén Alberto. El sacerdote, impecablemente afeitado, le
dijo que aquella visita le alegraba. En efecto, llevaba muchos días estudiando
a César…
    —Es un chico extraño. Es un alma sensible. El problema
es delicado… Tanto más cuanto que creo que no está muy bien de salud.
    Matías Alvear se impacientó.
    —No es fuerte como Ignacio, desde luego. Pero… ¿tiene
vocación o no la tiene?
    Mosén Alberto tomó arranque para contestar:
    —Señor Alvear, yo creo que su hijo tiene vocación de
santo.
    Matías soltó una imprecación. Que César era un santo,
¿quién mejor que su padre para saberlo? También era una santa Carmen Elgazu, y
otro santo Ignacio, y todos. Todos eran santos.
    —De acuerdo, de acuerdo. Pero yo lo que querría saber
es eso: si tiene vocación para cura o no.
    El reverendo, por fin, sentenció:
    —Si en septiembre no le lleva usted al Seminario, el
chico se muere.
    ¡Por los clavos de Cristo! Matías se desabrochó el
botón del cuello. Tomó asiento. Habló largamente con el sacerdote, aun cuando
consideraba a este hombre algo tortuoso. Y se enteró de muchas cosas. Supo que,
en realidad, mosén Alberto no había tenido nunca confianza en Ignacio. El
sacerdote hablaba del muchacho en tono reticente, como si le inspirara graves
temores.
    —¿Quiere que le diga una cosa? —cortó Matías.
    —Diga.
    —Si fuera usted hombre casado, ya querría tener un hijo
como Ignacio.
    La conversación se dio por terminada. Y el resto, fue
coser y cantar. Matías regresó a casa alegre como unas pascuas. Llamó a Ignacio
y le comunicó:
    —Me parece que tu madre va a llevarse una sorpresa.
    Esperó unos días aún. Esperó a que César en persona le
dijera: «Padre, de lo que me preguntó, sí», para llamar a su mujer, liar
lentamente un cigarrillo y comunicarle la noticia.
    —Ahí tienes. Ahí tienes el sustituto. —Y hallándose con
las manos ocupadas, con el mentón señaló a César.
    Carmen Elgazu comprendió en seguida, pues llevaba días
notando algo raro; miradas como diciendo: «Sí, sí, sufre. Para lo que te va a
durar».
    Miró a César y el muchacho asintió con la cabeza.
    —Madre, quiero ser el sustituto de Ignacio.
    ¡Hijo! Ya no cabía duda. Carmen Elgazu recibió la
noticia en pleno pecho. De pie bajo el calendario de corcho, exclamó: «Me vais
a matar a emociones». No sabía qué hacer. Le parecía que sus entrañas volvían a
ser fecundas. De repente le asaltó una duda.
    —¿Lo has consultado ya con mosén Alberto?
    César se disponía a contestar, pero Matías se le
anticipó:
    —¡Sí, mujer, sí! Él mismo va a elegir el otro perchero.
    * *
    Era preciso esperar hasta septiembre. César
preparándose para el Seminario. Ignacio para emprender su nueva vida. Ignacio
miraba a su hermano con agradecimiento, pues su madre volvía a ser dichosa.

    En cuanto a él, era libre. ¡Libre! Lástima no poder
disponer de la habitación entera. Tendría que continuar compartiéndola con
César hasta septiembre.

    Pero su vida cobraba ahora tal novedad que los
pequeños obstáculos no contaban. El instante más solemne de su victoria lo
vivió en la barbería, cuando al tomar asiento ante el espejo pidió una revista
y ordenó, en tono grave: «Sólo patillas y cuello».

    Matías Alvear entendía que personalmente había
ganado con el cambio. Esperaba mucho de Ignacio, seglar. Tampoco creyó que la
Iglesia española hubiera perdido nada: César valdría por dos. De Vasconia se
recibió una carta quilométrica, llena de advertencias para el desertor y de
parabienes para César. En Madrid, en cambio, parecieron tomarse todos aquellos
manejos un poco a chacota.

    Muy pronto, Ignacio empezó a experimentar una
curiosa sensación. De repente, sus cuatro cursos del seminario le parecían una
pesadilla vivida por otro ser; otras veces se presentaban a su memoria con
relieve angustioso. En realidad era demasiado sensible para enterrar con tanta
facilidad un mundo que fue el suyo. Otros muchos ex seminaristas lo hacían y
pregonaban su prisa por vengarse de Dios. Ignacio, en realidad, no sabía. Por
el momento sentía una infinita curiosidad.

    Porque le ocurría que en los cuatro años había
crecido: ya un ligero bozo apuntaba, negro, y se daba cuenta de que su
formación intelectual, con ser incompleta, pues en el Seminario había muchas
asignaturas importantes que no figuraban en el programa, era muy superior a sus
conocimientos «de la vida». En realidad, Ignacio había estudiado unas materias
básicas, que le daban cierto sedimento clásico. Se daba cuenta de ello al
escuchar a Pilar y enterarse de las tonterías que explicaban las monjas. Y se
daba cuenta incluso escuchando a su padre y a sus contertulios del Neutral. De
modo que por este lado no había mucho que lamentar. Ahora bien, «de la vida…»,
nada. Enfrentado con la calle, con la sociedad, sabiendo que podía mirar a la
gente cara a cara, leer los periódicos, fisgar las fachadas sin sensación de
culpabilidad, se daba cuenta de que no entendía una palabra. De ahí sus ganas
de saber. ¿Cómo era el mundo? ¿Por qué unos hombres tenían coche y otros no?
¿Por qué las parejas? ¿Era bueno o malo que el presidente de la República fuera
un hombre como los demás?

    Se daba cuenta de que no conocía ni su propia
habitación. Hasta entonces siempre la había ocupado como algo provisional;
ahora sabía que podía arreglarla a su modo, por lo menos la parte de ella que
le correspondía, y dos estanterías de armario que Carmen Elgazu le destinó.
¡Pronto pondría allí libros suyos!

    Luego, tampoco conocía absolutamente nada de la
ciudad. A veces creía que conocía mejor Málaga, como si los ojos de un niño
captaran mejor que los ojos de un seminarista. La ciudad… Aquello le atraía de
manera irresistible. Conocer Gerona. A veces pensaba: «Debería buscarme un
amigo». Pero no. Mejor solo. Salir de madrugada, o hacia el atardecer, y
recorrer calles y mirar. Placer de mirar. Analizándolo bien, casi no conocía
sino la parte antigua, la del Seminario y edificios nobles, pero de todo el
barrio moderno, el ensanche, y los campos que venían luego, nada. Y tampoco de
la parte del Oñar, remontándolo hacia el cementerio, y menos aún del barrio de
los pobres, del misterioso barrio que empezaba a los pies del campanario de San
Félix y se extendía luego, en casas que parecían de barro.

    Allí le llevaba su corazón, hacia la calle de la
Barca, Pedret. Aquella aglomeración de edificios húmedos, de balcones con ropa
blanca y negra puesta a secar, con gitanos, seres amontonados, mujeres de mala
nota.

    Empezó por el barrio moderno. No le satisfizo en
absoluto. Le decía a su padre: «Pero esto ¿qué es?» Matías le contestaba:
«Cubista. ¿Té parece poco?» A Ignacio se le antojaba que la alegría era allí
artificial, aunque las tiendas estaban llenas de cosas dignas de ser compradas,
no se podía negar.

    Luego remontó el río y llegó hasta un pequeño
montículo que llamaban Montilivi —monte del Olivo—. Desde la cima descubrió un
panorama menos grandioso que el que se divisaba desde Montjuich o el Calvario,
pero entrañable. Un pequeño valle, la Crehueta, verde, cuadriculado, por cuyo
centro pasaba el tren chillando y despertando la vida. Luego empezaba el
bosque, los árboles trepando hasta la ermita de los Ángeles, lugar de
peregrinación.¨

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Capítulo II

Capítulo II
    Ignacio quería mucho a sus padres, sin saber por qué. Acaso por el ambiente de paz que había creado en torno suyo. Su madre le parecía el centro de su vida. Su padre la persona que más le había hecho reír en el mundo, sin necesidad de hablar mucho, con sólo guiños y gestos. A veces se había esforzado, a su manera infantil, en pensar en cosas serias, y entonces creía que los amaba por el esfuerzo que hacían para que no les faltara nada ni a él, Ignacio, ni a César ni a Pilar, a pesar de ser pobres, a pesar del sueldo ínfimo que le daban en Telégrafos, según oía decir.


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Capítulo I

PRIMERA PARTE
    De Abril de 1931 a Noviembre de 1933

Capítulo Primero
    En una de las casas más antiguas de la orilla derecha del río, primer piso, vivían los Alvear. Los balcones de la fachada daban a la Rambla, frente por frente del café Neutral, situado en el centro de la más acogedora hilera de arcos de la ciudad; ventana y balcón traseros colgaban sobre el río, el Oñar.
    La casa, pues, comunicaba entre sí dos vidas, al igual que las restantes a lo largo de la Rambla. De ahí que en el piso el misterio fuese alegre y que para crear intimidad fuera preciso cerrar todas las puertas. Si por descuido quedaba abierta alguna, se oían todos los relojes de la población; no obstante, los Alvear sabían que en un puñado de metros podían crear un mundo íntimo y aun infranqueable.
    En aquellos pisos era posible porque las casas eran antiguas. Por lo demás, la mayor parte de las puertas no sólo cerraban, sino que a veces se cerraban por sí solas, lo cual era un encanto teniendo en cuenta la proximidad del río y que éste a veces olía mal.
    En efecto, el lugar era tenido por insalubre. Tal vez el trecho en que vivían los Alvear fuera el menos afectado, pues el agua del Oñar alcanzaba allí, casi siempre, ambas orillas. En cambio, quinientos metros más abajo, cercana su confluencia con el río Ter, la corriente se encharcaba, formando pequeños remansos pantanosos.
    Otro inconveniente lo constituían las periódicas inundaciones. Tampoco éstas afectaban a los Alvear, dada la altura de la ventana y el balcón; en cambio, los inquilinos de la planta baja, cuando el Oñar llegaba crecido, no tenían remedio. El Ter no le admitía el caudal y entonces el pequeño río se hinchaba y se introducía por todas las brechas y agujeros de la casa, cruzaba con furia cocina, comedor y pasillo, y salía en tromba por la puerta de la fachada, vertiendo, en la Rambla, frente por frente del Neutral, mil secretos familiares.
    El piso de los Alvear era más bien pequeño —pasillo y tres habitaciones, comedor y cocina—, pero mucho mejor que los que habían ocupado en Madrid, Jaén y Málaga, en las temporadas que residieron en estas ciudades. El cabeza de familia, Matías Alvear, estaba encantado con él, especialmente porque el sol le rondaba todo el día, por la calidad y tono discreto de los mosaicos y por la estratégica situación de ambos balcones. El de la Rambla lo utilizaba después de comer para controlar la entrada en el café de las componentes de su peña de dominó; el del río lo utilizaba a la caída de la tarde, para pescar. Pescar desde el propio hogar, recordando a menudo la penosa esterilidad del Manzanares, en Madrid.
    En el dominó era un as, una suerte de seis doble; como pescador, cero. Tan raramente era mordido su anzuelo, que cuando ello ocurría, en algún verano bochornoso, el hombre se ponía a horcajadas, izaba sigilosamente la caña, entraba con ella en el comedor y haciendo bailotear el pececillo, lo restregaba con sorna por las narices de sus hijos. En una ocasión la presa fue de tal tamaño que, algo asustado, entró caña en alto en la mismísima cocina y depositó el pescado directamente en la sartén, ante los atónitos ojos de su esposa, Carmen Elgazu, recia mujer que cuando le llamaba loco lo hacía en vascuence.
    Matías Alvear tenía cuarenta y seis años, era funcionario de Telégrafos y en Gerona formaba entre los forasteros. Era madrileño. Llevaba cinco años en la ciudad y parecía haberse aclimatado a ella.
    En Madrid dejó un hermano, Santiago, anarquista militante, que no vivía feliz sino rodeado de mujeres y folletos clandestinos. En Burgos otro hermano, casado, también empleado de Telégrafos, de ideas avanzadas pero algo más teórico que Santiago, y con el que Matías sólo se ponía en contacto por Navidad, felicitándose a través de sus respectivos aparatos telegráficos.
    Toda la familia de Matías Alvear fue siempre extremista, y sobre todo anticlerical. El padre, muerto joven, proponía fundir todas las custodias de la nación y repartir el oro entre los pobres de Almería y Alicante. Ahora Santiago, en Madrid, encorajinado con la República, repetía por los tranvías la propuesta, si bien Carmen Elgazu, que se preciaba de conocerle bien, decía siempre que le veía capaz de fundir las custodias de la nación, pero no de emplear el oro en lo que su padre propuso.
    Matías fue siempre el más reposado. Republicano toda la vida, y también anticlerical, hasta el punto que cuando se casó con Carmen Elgazu apenas si sabía cómo se dobla, ante el Señor, una rodilla; pero Carmen Elgazu había heredado del Norte el tipo de fe que «mueve las montañas», y en este caso la montaña movida fue Matías Alvear. El funcionario de Telégrafos amaba tanto a su mujer, que de pronto la idea de que con la muerte todo termina le horrorizó. Le parecía imposible que Carmen Elgazu no fuera eterna y a su vez deseó vivamente disponer de toda una eternidad para continuar viviendo junto a ella. A los diez años de matrimonio, su deseo era convicción. Creía en todo lo que negaban sus hermanos y se sorprendió persignándose con respeto. Halló gran consuelo en este nuevo orden de pensamientos y acabó escuchando la historia del gallo de San Pedro con una naturalidad que él mismo, pensando en su juventud, no acertaba a explicarse.
    La familia de Carmen Elgazu era, ciertamente, lo opuesto. Vasca, tradicional y católica hasta la médula. El padre murió abrazado a un crucifijo, y al morir dijo a sus hijos: «No os caséis con personas que no crean en Dios». La madre vivía aún en un pueblo de Vasconia, erguida a pesar de sus ochenta y tantos años, escribiendo sin cesar cartas y más cartas a sus ocho hijos, en tinta violeta y letra increíblemente enérgica dada su edad; cartas apostólicas que sólo Carmen Elgazu leía enteras, pero que ninguno se atrevía a tirar o quemar.
    Carmen Elgazu llevaba en el cuerpo el sello de esta reciedumbre. De mediana estatura, cabellos negrísimos, recogidos en moño, cabeza bien sentada entre los hombros. Cuando, arremangada, lavaba ropa se veía hasta qué punto tenía los brazos bien torneados. En la cintura se le notaba que había tenido hijos. Sus piernas eran las dos columnas del hogar.
    Lo que más destacaba de su persona eran las cejas, pobladas y también muy negras. Matías Alvear las comparaba, riendo, a los arcos de la Rambla. Carmen Elgazu consideraba aquello un piropo, pues para ella una mujer sin cejas no era nada.
    Y luego los ojos. Imposible imaginar ojos más opuestos a los de un ciego. Brillantes, expresivos, sin rodar como los de los locos, sin permanecer extáticos como el de Dios. Ojos humanos, cambiantes, auténticas ventanas del alma. A causa de los ojos, las cejas y el alma, le bastaba con ponerse un vestido negro y unos tacones altos para parecer una reina. Una reina con gran ternura en su porte, especialmente cuando se hablaba de alguien que sufría o cuando, terminado el trabajo en la cocina o en los dormitorios, se quitaba el delantal y se sentaba en el comedor a repasar la ropa, bajo un precioso calendario de corcho que representaba una tempestad.
    Matías Alvear, seco, tenía más distinción; pero era menos impresionante. Llevar bata gris en Telégrafos, y sobre todo lápiz en la oreja, acaso le restara cierta autoridad. Sin embargo, era un hombre. El sentido del humor se le manifestaba en el bigote, ameno siempre, en un sinnúmero de expresiones irónicas, en la manera de llevar el sombrero. Sus ojos eran más pequeños que los de Carmen Elgazu, pero también negros. La energía se le concentraba en la nariz, pegada a su cara como un impacto. Sus manos eran de funcionario, pero cuando escuchaba tonterías les imprimía unos espasmos de duda muy sutiles, de gran expresividad. Era cuidadoso, vestía preferentemente de gris corbatas discretas excepto en las fiestas onomásticas de sus hijos. Le gustaba el dominó porque decía que era un juego limpio, que las fichas eran limpias y agradables al tacto. Sin una peña de amigos para cambiar impresiones, hubiera muerto.
    Sus querellas con Carmen Elgazu se limitaban a temas religiosos relacionados con la educación de los hijos, y a comparar Madrid y Bilbao. Para Matías Alvear, Madrid; para Carmen Elgazu, Bilbao. Cuan do estaban de buen humor, Carmen Elgazu comparaba el Oñar con el Cantábrico y Matías Alvear el edificio de Telégrafos de Gerona con la Telefónica de Madrid, pero luego uno y otro se arrepentían de ello y admitían que Gerona, sobre todo en la parte antigua y la Dehesa, era muy hermosa.
    Carmen Elgazu decía a veces que Matías Alvear no era nada sabio, pero que tenía mucho sentido común. Los componentes de la peña de Matías Alvear corroboraban lo segundo y le rebatían lo primero. Creían que Matías era conocedor de más cosas de las que Carmen Elgazu sospechaba, porque sabía leer el periódico y porque los telegramas le habían enseñado a comprender el cruce de los acontecimientos y a sintetizar. De todos modos, lo que más amaba en él Carmen Elgazu eran los sentimientos. Le quería tanto que era evidente que sólo consentiría en parecer reina a condición de que el rey fuera Matías Alvear.
    Matías Alvear, después de ganar oposiciones en Madrid, había sido destinado sucesivamente a Jaén, Málaga y Gerona. Todos sus hijos Ignacio, César y Pilar, habían nacido en Málaga, lo cual se prestaba a muchas bromas. «Los aires del Sur —decía Matías—; los aires del Sur.»
    Cuando les llegó el traslado de Málaga a Cataluña, Ignacio, el mayor, tenía diez años. Había nacido el 31 de diciembre de 1916, a las doce de la noche, o sea en un instante solemne y trascendental. Carmen Elgazu, que siempre había prometido a Dios ofrecerle el primero de sus hijos, dio a aquella circunstancia una interpretación profética. Varias vecinas malagueñas, entre ellas una gitana, entendieron que, según los astros, su hijo sería un talentazo, probablemente obispo y sin duda alguna un gran predicador. Matías Alvear arrugó el entrecejo; pero, en efecto, Ignacio a los pocos meses discurseaba de lo lindo: «¡Ya lo ves! —gritaba Carmen Elgazu, alborozada—. ¡Es un ángel y en un santiamén convertirá a la gente!»
    César tenía, al llegar a Gerona, ocho años, y era mucho más tímido que Ignacio. Dotado de grandes orejas, miraba a los que le rodeaban y al mundo como si todo fuese un milagro. Matías siempre contaba que, al bajar del tren y ver la Catedral y a su lado el campanario de San Félix, había dicho que aquello le gustaba más que el mar de Málaga. Luego las vecinas le informaron: «Pues, chico, por campanarios aquí no te vas a quejar».
    Pilar tenía un año menos que César: siete. A ella todo lo que fuera viajar le encantaba. Al darse cuenta de que bajaban las maletas, exclamó, mirando a todo lo ancho de la estación: «¡Oh…! ¿Ya se ha terminado?»
    * *
    La instalación de la familia en Gerona —en el piso colgando sobre el río— coincidió con un inefable triunfo de Carmen Elgazu y de la gitana malagueña: Ignacio accedió a entrar en el Seminario.
    Carmen Elgazu no había cejado un solo instante en inculcar a su hijo la vocación. Cualquier detalle le servía de trampolín. Si Ignacio se quedaba inmóvil contemplando el paso de un entierro, le decía: «¿Qué, te gustaría rociar con agua bendita, verdad?» Si pintaba en un cuaderno un hombre con una corona alrededor de la cabeza, le decía a Matías Alvear: «Ya lo ves: todo lo de la Iglesia le tira».
    Ignacio fue adaptando sus ojos a aquella manera de mirar. Sin querer reprimía su temperamento revoltoso. Había sentido sobre su cabeza la mano de varios curas que le preguntaban: «¿De modo, pequeño, que quieres entrar en el Seminario?» Por la noche, al arrodillarse ante la cama para rezar, Carmen Elgazu le señalaba como ejemplo a la atención de César y la pequeña, y aun a la de Matías Alvear.
    Cuando, llegados a Gerona, el ambiente eclesiástico de la ciudad facilitó tanto las cosas que Ignacio dijo: «Sí, madre, quiero ser sacerdote», la alegría de Carmen Elgazu fue una especie de inundación que llegó también de una a otra orilla. Las propias vecinas se contagiaron. «¡Mi chico al Seminario, mi chico al Seminario!» Le besó veinte veces; hubiera querido sentarle en la falda del Sagrado Corazón que presidía majestuoso, el comedor, frente al reloj de pared.
    Los preparativos duraron una semana, la semana que faltaba para principiar el curso. Mosén Alberto, importante autoridad eclesiástica, les aconsejó que, visto el temperamento díscolo del chico, le tuvieran interno. A Matías le dolió desprenderse de su hijo, pero Carmen Elgazu le tiraba de la nariz: «¡Tendrías que estar orgulloso, más que tonto!» Iniciales rojas, «I. A.», brotaron en toda la ropa interior del muchacho.
    El día en que Ignacio desapareció tras los imponentes muros del Seminario, que se erguían en la parte alta de la ciudad, coronando las escalinatas de Santo Domingo, en el piso de la Rambla hubo gran jolgorio. Carmen Elgazu preparó un bizcocho vasco, cruzado de parte a parte por el nombre de pila de su hijo y debajo una raya ondulada, blanca. Pilar se reía mirando vacía la silla de su hermano, y quería sentarse en ella. Matías dijo: «¡No, que está ocupada por el Espíritu Santo!» Carmen Elgazu también se rió y se dirigió a Matías. «¿Sabes lo que podríamos hacer? Luego voy a buscarte al Neutral y me llevas a la Dehesa a dar una vuelta.»
    Así se hizo. Pilar se fue a las monjas del Corazón de María, César, a los Hermanos de la Doctrina Cristiana. También empezaba el curso. En cuanto a Matías, a las tres en punto tuvo que abandonar las sillas del café y trasladarse a los bancos de piedra de la Dehesa.
    —¿No te gustan más estos plátanos que las fichas de dominó? —ironizaba Carmen Elgazu.
    Matías Alvear se ladeaba el sombrero, pero disfrutaba lo suyo. Porque su mujer era feliz y porque, en efecto, los plátanos de la Dehesa, altísimos y alineados en cantidad incalculable, estaban muy hermosos a la luz del otoño.
    De regreso, la madre de Ignacio entendió que era preciso perpetuar la jornada. Detuvo a su marido y le preguntó:
    —¿No me tienes prometido un regalo?

    —Sí.

   —¡Pues ésta es la ocasión!

    Matías sonrió, aunque aquello iba a alterar con exceso el presupuesto familiar. Miraron escaparates y por fin se decidieron por algo práctico, que les hacía mucha falta: un perchero. Lo instalaron sin pérdida de tiempo en el vestíbulo, y abrieron dos o tres veces la puerta para comprobar que el efecto era sorprendente.¨

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Donde está el amor, allí está Dios

Todo esto comenzó la noche del 24 de diciembre…

Vivía en la ciudad un zapatero remendón que se llamaba Martín Avdiéitch. Su morada era un cuarto minúsculo en un sótano, cuya única ventana daba a la calle. A través de ella solo veía los pies de las personas que pasaban.

Martín reconocía a muchos transeúntes al ver sus botas, que él había reparado. Tenía mucho trabajo, pues se esmeraba en hacerlo bien, utilizaba buenos materiales y no cobraba  demasiado.

Su esposa e hijos habían muerto años atrás, y eran tan grandes su dolor y desesperación, que llegó a reprochar a Dios por su tragedia. Pero cierto día, un anciano que había nacido en la misma aldea que Martín y que se había vuelto peregrino, visitó al zapatero y este le abrió su corazón.

―Ya no deseo seguir viviendo ―le confió―. He perdido toda esperanza. El anciano respondió:

―Estás desesperado porque solo piensas en ti y en tu propia felicidad. Lee el Evangelio y allí verás cómo quiere Dios que vivas.

Martín compró una Biblia. Al principio se proponía leer solamente los domingos, pero una vez que hubo comenzado, sintió tal felicidad en su corazón que empezó a hacerlo a diario.

Y así sucedió que una noche, ya tarde, al leer el Evangelio según San Lucas, llegó al pasaje donde el fariseo rico invita al Señor a su casa. Una pecadora se presentó ante Jesús, le limpió y ungió los pies, y luego los enjugó con sus lágrimas. El Señor le dijo al fariseo:

―¿Ves a esta mujer? Yo entré a tu casa y no me diste agua con qué lavar mis pies; sin embargo, ella ha lavado mis pies con sus cabellos. Tú no has ungido con óleo mi cabeza; y ella ha derramado sus perfumes sobre mis pies.

Martín reflexionó: “ese fariseo debió ser un ignorante, como yo. Si el Señor viniera a mi casa, ¿me comportaría de esa manera?”

Luego, apoyó la cabeza en sus brazos y se quedó dormido.

De pronto, escuchó una voz y despertó. No había nadie ahí, pero oyó que le decían claramente: “Martín, asómate a la calle mañana, porque vendré a verte”. Y esto fue por dos veces.

El zapatero remendón se levantó antes del alba, encendió el fuego y preparó una sopa de col y avena con leche. A continuación, se puso el delantal y se sentó a trabajar frente a la ventana.

Mientras recordaba lo que le había sucedido la noche anterior, miraba hacia la calle más que hacer su labor. Cuando pasaba alguien con unas botas que él desconocía, miraba hacia arriba para verle la cara. Pasó un portero. Luego un aguador. Un anciano llamado Stepanitch, que trabajaba para el comerciante vecino, empezó a quitar con una pala la nieve acumulada frente a la ventana; Martín lo vio y prosiguió su tarea

Después de hacer una decena de puntadas, miró de nuevo por la ventana. Stepanitch había apoyado la pala en la pared, estaba descansando o tratando de entrar en calor. El zapatero se asomó a la puerta y lo llamó.

―Entra; pasa a calentarte, debes estar helado.

―¡Qué Dios lo bendiga! ―le agradeció Stepanitch.

El hombre entró, se sacudió la nieve y empezó a limpiarse los zapatos. Al hacerlo, se tambaleó y estuvo a punto de caer. ―¡Cuidado! ―le dijo Martín―. Siéntate; tomemos un poco de té.  Y llenando dos vasos, dio uno al visitante, que lo bebió enseguida. Se veía que deseaba más. El anfitrión volvió a llenar el vaso. Mientras bebían, Martín siguió mirando a la calle.

―¿Espera a alguien? ―preguntó el anciano.

―Anoche estaba leyendo que Cristo visitó la casa de un fariseo que no lo recibió dignamente. Me dije: ¿Y si esto me pasara a mí? ¿Qué haría para recibirlo como se merece? Entonces me venció el sueño y escuché a alguien decir: “Busca en la calle mañana, porque vendré”, y así dos veces. Pues bien, ¿querrás creerlo? No puedo sacármelo de la cabeza, por más que me riño a mí mismo, estoy aguardándole a Él, a nuestro Señor”.

Al escuchar esto, a Stepanitch se le arrasaron los ojos y dijo:

―Gracias, Martin Avdieitch, me has reconfortado el cuerpo y el alma.

A continuación, se despidió y salió.

El zapatero se sentó a la mesa de trabajo a coser una bota. Al observar por la ventana, vio que una mujer que calzaba suecos pasó y se detuvo cerca de la pared. Martín advirtió que iba pobremente vestida y con un niño en brazos. De espalda al cierzo, trataba de proteger a su pequeño con sus delgados andrajos. Martín salió y la invitó a pasar.

Sirvió sopa caliente y algo de pan.

―Come, buena mujer, y entra en calor ―le indicó cordialmente.

Mientras comía, la campesina le contó quién era:

|           ―Soy esposa de un soldado. Hace ocho meses lo mandaron lejos de aquí y no he sabido nada de él. No he podido encontrar trabajo; tuve que vender todo lo que poseía para comprar comida. Ayer empeñé mi último chal.

Martín revolvió sus estantes y volvió con una vieja capa.

―Tome ―le dijo―. Está  raída pero le servirá para arropar al pequeño.

Al coger la prenda, la campesina rompió en llanto y exclamó:

―¡Qué Dios lo bendiga!

Martín sonrió y le contó sobre su sueño y la visita prometida.

―Quién sabe, todo puede ser ―comentó la mujer. Luego se puso de pie y envolvió a su hijo con la capa.

―Tome esto ―añadió Martín, mientras daba un poco de dinero a la mujer para que recuperara su chal. Por último, la acompañó a la puerta.

El zapatero volvió a sentarse y reanudó su tarea. Cada vez que notaba una sombra en la ventana, alzaba los ojos para ver quién era. Al poco rato avistó a una mujer que vendía manzanas en un cesto. Llevaba sobre la espalda un pesado costal, que intentaba acomodar. Al apoyar el cesto en un poste, un mozalbete tomó una manzana e intentó huir corriendo. Pero la anciana lo asió por el pelo. El muchacho gritaba y ella lo insultaba.

Martín corrió a la calle. La vendedora amenazaba con entregar al chico a la policía. “Déjalo ir, madrecita”, le suplicó Martín. “Perdónalo en el nombre de Dios”. La mujer lo soltó. “Ahora, pídele perdón a la abuela”, ordenó el zapatero al muchacho, que empezó a llorar y a ofrecer disculpas.

Martín tomó una manzana del cesto y se lo dio al ladrón.

―Te la pagaré yo, madrecita ―se apresuró a decir.

―¡Este pillo merece una paliza! ―refunfuñó la vendedora.

―¡Ay, abuela! ―exclamó Martín― si él merece que lo azoten por haber robado una manzana, ¿qué no mereceremos todos por nuestros pecados? Dios nos invita a perdonar, o no seremos perdonados. Debemos perdonar, sobre todo, a un jovencito irreflexivo.

Cuando la mujer iba a cargar el costal a la espalda, el joven dijo: “Permítame cargarlo yo, voy por el mismo camino.

Martín regresó al trabajo. Al cabo de un tiempo la escasa luz ya no le permitía ensartar la aguja en el cuero. Recogió sus herramientas, sacudió los recortes de cuero y colocó la lámpara en la mesa. Por último, cogió la Biblia del estante.

Quería abrir el libro en la página señalada, pero lo abrió en otro sitio. En eso, oyó unas  pisadas y volvió la cabeza. Una voz le susurró al oído:

―Martín, ¿no me reconoces?

―¿Quién eres? ―musitó el zapatero.

―Soy yo ―dijo la voz. Y del oscuro rincón surgió Stepanitch; sonrió y como una nube, se desvaneció.

―Soy yo ―dijo la voz. De las sombras salió la mujer con el niño en brazos. La madre  y el niño sonrieron; poco a poco, ellos también se esfumaron.

―Soy yo ―dijo la voz una vez más. La anciana y el muchacho de la manzana emergieron de las sombras, sonrieron y se diluyeron en la penumbra.

Martín sintió una gran alegría. Empezó a leer donde la Biblia se había abierto sola. Al principio de la página decía: Porque yo tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste de beber, era forastero y me hospedaste”.

            En la parte inferior de la página, leyó: Lo que has hecho por el más pequeño de mis hermanos, es a mí a quien lo has hecho”.

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Temapelis – La forja de un rebelde

Por favor, para el mejor disfrute del post reproduzcan los siguientes links en varias pestañas del navegador:

Temapelis – Pelis y temas – La forja de un rebelde y la guerra civil

Bienvenidos una sesión más de temapelis, antiguamente conocido como el Acalorado Potemkin® (Sergio B. Soeiro marca registrada). Temapelis, busca tocar un tema en base a (no solo) pelis. En esta sesión en un bar con una negra cantando de fondo se lo dedicamos a la guerra civil y a una pelicula seriada que aún no he visto y que acabo de descubrir el otro día, basado en un libro de un republicano en el exilio, Arturo Barea.


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El acalorado Potempkin – Seconds (1966)

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Importante, antes de leer este post, por favor, abra los siguientes enlaces en varias ventanas para que la combinación de enlaces le ponga en el mood correcto.

Enlace 1 : https://www.youtube.com/watch?v=7jBLQ2Dcc38

Enlace 2 : https://www.youtube.com/watch?v=p5N94GTvk8M

Enlace 3 : https://www.youtube.com/watch?v=z4PKzz81m5c

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Buenas noches, lechuzas del temaverso, bienvenidos a una programación más sobre crítica cinematográfica en «El Acalorado Potemkin». Esta gran idea busca ser un punto de encuentro para todas las lechuzas de medianoche, que vuelan a lo largo de todas las preocupaciones que ocupan sus mentes, aleteando sus alas con furor y saña, buscando el punto más elevando de la ciudad, desde el que las preocupaciones pasen a ser sólo un punto de luz más en la contaminación lumínica de la urbe, la contaminación que nos impide asombrarnos de las estrellas, que brillan sobre nuestras cabezas, aunque cabizbajos y cansados no nos atrevamos a verlas.

En primer lugar, antes de empezar la crítica a Seconds, o según su título en español Plan diabólico, me gustaría agradecer a Sergio la idea, que creo que dará pie a largas conversaciones impregnadas de alcohol, sudor y humo. He elegido esta película por el alto impacto que supuso su visión para mi, al juntar todos los miedos que se tienen al crecer y al darte cuenta que tu vida ya no te pertenece, sino que pertenece a tus responsablidades. Esta película de mediados de los años sesenta fue dirigida por John Frankenheimer, que aunque no sea su película más conocida si me parece la más crítica con la visión del American Way of Life. Para mi una obra maestra, al haber referencia de todo tipo al cine clásico (esas escenas expresionistas que recuerdan a «El gabinete del doctor Caligari») y porque pone al cine, no como una forma de huir de la realidad, sino una forma de reflexionar sobre esta, que permita una catarsis del espectador. Sin embargo el cine de Hollywood no está hecho para la reflexión (ahi se encuentra la enésima película sobre superheroes en cartelera) y ello supuso el fracaso de Frankenheimer.

En pocas palabras, la película presenta a un protagonista cansado, harto de su trabajo, de la monotonía, con dificultad en recordar la última vez que fue feliz, la última vez que sonrió o la última vez que se sintió vivo. Es un personaje triste, gris y apenado, hasta que en un determinado momento se le ofrece un cambio. ¿Y si pudieses ser joven de nuevo? ¿Y si pudieses dedicarte a ese hobby al que no has podido dedicarte a no sacar tiempo de tus obligaciones? ¿Y si pudieses dejar atrás tus responsabilidades y ser completamente libre como hace tiempo que no eras? En definitiva, una segunda oportunidad para empezar de cero. Esa es la posibilidad que le ofrece una empresa discreta. Fingirán un accidente, seguramente de coche, de manera que haya una explosión, y el cadaver no pueda ser fácilmente reconocido. El cliente se somete a una operación quirurgica para cambiar su aspecto, se le ofrece otra identidad y la posibilidad de vivir de rentas, haciendo lo que a él le apetezca. La unica condición: no volver atrás, no intentar volver a su vida pasada. Fácil, ¿no? Muchas veces no podemos hacer lo que queremos, esta película nos plantea la posibilidad de hacer lo que queremos, aunque lo que queremos, no lo decidimos nosotros. Y cuando lo lleguemos a decidir tal vez sea demasiado tarde. Una fachada de falsedad bajo la que ocultar tristeza, que podría haber sido felicidad con un poco de sinceridad y autoaceptación. A como de curiosidad, el protagonista, Rock Hudson, era un homosexual reprimido, una estrella de Hollywood, pero una persona triste, casado sin amor con una secretaria, encontró su final muriendo de sida a mediados de los ochenta.

Gracias por su tiempo, y espero que hayan disfrutado de un post más de «El Acalorado Potemkin». Gracias Sergio por la idea, espero que florezcan más críticas en esta nuestra casa. Ah, se me olvidaba, la película la teneis gratis aqui: https://ok.ru/video/1748640664154

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El Anticristo: Hitler de Rivera

«Un enlace tradicional y revolucionario». Así definióErnesto Giménez Caballero su osado intento de casar a Hitler con la hija deldictador Primo de Rivera y hermana delfundador de la Falange : Pilar. Un plan para el que, incluso, llegó a viajar a la Alemania nazi y reunirse con el círculo más cercano del genocida dos años después del inicio de laSegunda Guerra Mundial .

Lo contaba en sus «Memorias de un dictador», publicadas en 1939, que el autor defendía por «la urgente necesidad de reanudar la estirpe hispano-austriaca que traería consigo el armisticio para Europa».

Giménez Caballero fue un teórico del fascismo español, profesor, poeta, escritor y embajador de España en la era de Franco. Había nacido en Madrid, el 2 de agosto de 1899, en una familia industrial por parte de padre y de propietarios agrícolas por parte de madre.

A lo largo de su vida, acabó convirtiéndose en un personaje curioso que trascendió su dimensión política, hasta convertirse en una especie de intelectual respetado y «excepcionalmente dotado para la literatura y el activismo cultural, que vivió con una intensidad poco común las convulsiones ideológicas de su tiempo», le describía Enrique Selva en su artículo «La insólita aventura de Ernesto Giménez Caballero» (Revista Universitaria de Historia Militar, 2018).

Las influencias y trayectoria del responsable de este surrealista plan fueron de lo más diversas. Tuvo como maestros en la Universidad Central de Madrid a intelectuales como Américo Castro, Ortega y Gasset, Menéndez Pidal y Besteiro. Y tras combatir en la Guerra de Marruecos y publicar su primer libro, se abrió un hueco en el periodismo español escribiendo para «La Libertad», «El Sol» o la «Revista de Occidente». Como él mismo dijo en una entrevista con motivo de la publicación de su autobiografía: «No me arrepiento de haber sido fundador de las Juventudes Socialistas, de haber sido fascista, vanguardista y de estar hoy de vuelta al anarcosindicalismo».

El primer encuentro de Pilar y Adolf

Por lo que se le recuerda, sin embargo, es por ser uno de los primeros intelectuales españoles en abrazar abiertamente las ideas fascistas de Mussolini, con el que incluso llegó a entrevistarse en varias ocasiones. En la Guerra Civil, Franco le puso a las órdenes del general Millán-Astray para que organizase el aparato de propaganda. Y, tras finalizar esta, se reintegró a su cátedra del instituto Cardenal Cisneros y se mostró como un ferviente partidario de la intervención de España en la Segunda Guerra Mundial del lado de las potencias del Eje.

En ese momento, su candidata, y también fundadora de la Sección Femenina de Falange, ya había realizado su primer viaje a la Alemania nazi, que la revista femenina «Y» contaba así en mayo de 1938: «Alemania ha recibido con los mayores honores y la más sincera simpatía a Pilar Primo de Rivera . Hitler ha dispensado el alto honor de recibir y conversar largamente con nuestra delegada nacional de las Secciones femeninas. Las organizaciones femeninas nazis y su delegada, la señora de Scholtz-Klink, la han rodeado continuamente de un ambiente de verdadera camaradería. Han sido numerosos los actos en honor a Primo de Rivera». Ilustrando el artículo, una fotografía de ella junto al «Führer».

Después añadía algo que para Giménez Caballero debió ser importante a la hora de dar forma a su plan de casar a la española con el líder nazi. «Pilar Primo de Rivera recibió un obsequio de Hitler: un magnífico florero con flores rojas y amarillas y algo que el canciller concede muy difícilmente, un retrato con expresiva dedicatoria y un marco de plata. El viaje de Primo de Rivera ha constituido una importante expresión de la amistad hispano-alemana», subrayaba.

El segundo viaje

La idea debió confirmarla el embajador de Franco en 1941, con motivo del siguiente viaje a Berlín de la falangista. Acudió a un congreso junto a otras líderes de las secciones femeninas de los movimientos totalitarios europeos. «Nuevamente ha visitado Pilar Primo de Rivera el gran país alemán. En 1938 lo hizo con ocasión de su entrevista con el Führer. Ahora lo ha hecho invitada por Jutta Rüdiger, jefe de las Juventudes Femeninas Hitlerianas. El respeto de que goza nuestra delegada nacional en Alemania se ha puesto de nuevo en evidencia con este viaje. La enorme simpatía y admiración que Primo de Rivera siente por la nación germana se ha testimoniado también en sus declaraciones al volver del viaje, con las que ha unido más entrañablemente los lazos de los dos países», podía leerse en la misma revista el 1 de octubre de ese año .

La hermana de José Antonio Primo de Rivera, fusilado al inicio de la Guerra Civil , acabó convirtiéndose en una especie de embajadora de la Alemania nazi en la España franquista. No había, por lo tanto, mujer más perfecta que ella, todo un ejemplo de virtudes cristianas y falangistas en la cabeza de Giménez Caballero, para unirla a Hitler e impulsar la transformación católica del nazismo. Ese era el primer paso de su plan, que pretendía lograr con ello paz en la guerra y la unión de ambos países para el devenir de Europa. Un plan, según cuenta nuestro protagonista, que hasta había consultado previamente con Franco y el Vaticano.

Ernesto Giménez Caballero aprovechó un viaje a la ciudad Weimar, en diciembre de 1941, donde había sido invitado por la Europäische Schriftsteller-Vereinigung (Asociación Europea de Escritores), presidida por el ministro Joseph Goebbels. Una vez allí, el hispanista Arturo Farinelli le presentó a Magda, la esposa de este, a la que en sus memorias el español describió como «una mujer maravillosa que me impresionó desde el primer instante». Más tarde, en una cena en la casa del matrimonio donde nuestro protagonista llevó como obsequio un capote muy castizo y un Belén de Navidad fabricado artesanalmente en Murcia, se atrevió a abordar el asunto que tenía entre manos.

La conversación

«Dos días antes de Nochebuena, Goebbels me invitó a cenar en su hogar, con su esposa y sus hijos», confirmaba en la autobiografía. A partir de ahí, el relato se produjo así: «Antes de sentarnos a la mesa, durante los aperitivos, enseñé al pequeño y cojito jerarca de la propaganza nazi a manejar el capote, el modo de ceñirlo para el paseillo y de veroniquearlo. Y a los niños les monté el Belén junto a la chimenea. Magda estaba radiante y conmovida. Tras la cena me quedé a solas hablando con la esposa. En un momento que guardó un breve silencio, yo aproveché para encarecer la urgente reanudación de la estirpe hispano-austriaca, que traería el armisticio a Europa, con un enlace tradicional y revolucionario. A lo que ella preguntó:

¿Y cuál sería la candidata a emperatriz?

Sólo podría ser una. En la línea de princesas hispanas como Ingunda, Brunequilda, Gelesvinta o Eugenia. Solo una por su limpieza de sangre, por su profunda fe católica y, sobre todo, porque arrastraría a todas las juventudes españolas: ¡la hermana de José Antonio Primo de Rivera!

Magda no respondió nada. De pronto, sus ojos se humedecieron. Y tomó mis manos y las estrechó. Y, en voz muy baja, me dijo: “Su visión es extraordinaria y su misión, también. Y, además, audaz, valiente y concreta”. Calló de nuevo para proseguir:

Mi marido está encantado con usted. Y el Führer desea conocerle. Yo les hablé de esto que ahora vuelve a proponerme de esta manera ya concreta y certeramente personificada. Y sería posible…

¿Sería posible? ¿Sería posible? ¡Magda!

Sería posible… si Hitler no tuviera un balazo en un genital de la Primera Guerra Mundial que le ha invalidado para siempre… Es imposible, gran amigo, imposible. ¡No habría continuidad de la estirpe!

¿Y Eva Braun?

Un piadoso enmascaramiento para la galería.

Me levanté entonces y tomé sus manos. “Entonces, ¿adiós para siempre, Magda?”. “¿Y por qué para siempre?”, preguntó ella, antes de depositar sus manos sobre mis labios y luego los suyos».

Como explicó José María Zavala en ABC , con motivo de su biografía de la candidata a mujer del líder nazi,«La pasión de Pilar Primo de Rivera» (Plaza & Janés, 2013): «En realidad se trató de un plan descabellado del excéntrico Ernesto Giménez Caballero, falangista de primera hora. Le expuso a Magda las posibilidades de reanudar lo que se interrumpió con Carlos II el Hechizado y se malogró con aquel archiduque de Austria, Carlos, que le costaría a España Gibraltar. ¿Increíble, verdad? Pues Giménez Caballero se atrevió a formular semejante proyecto».

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La historia de Peter Fechter.

Bueno, como se lo habia prometido a TERMO, pues le dedico este post, para que vea que esto tira para adelante y que esta haciendo una cosa bonita haciendo feliz a mucha gente.

Peter Fechter fue un alemán nacido en Berlin en 1944, un año antes de finalizar la guerra, siendo el tercer de cuatro hermanos, hijo de un mecánico y una dependienta. Su familia vivía entre la zona sovietica y la zona americana, hasta que en 1961 se empezó la construcción del muro de Berlín, cerrando de forma abrupta la comunicación entre las dos partes de la ciudad.

Peter Fechter tenía 18 años, trabajaba como obrero de la construcción y quería ser libre. Un mes antes había cursado la solicitud para cruzar a Berlín oeste y visitar allí a su hermana Liselotte, pero le fue denegado y no se resignó a vivir así.

Junto a su amigo Helmut Kulbeik, planeó esconderse en un viejo taller cercano al Muro de Berlín para, desde allí, observar el movimiento de los guardias y aprovechar el momento oportuno para intentar escalarlo. Los guardias fronterizos del este les dieron el alto, pero ellos siguieron corriendo con todas sus fuerzas con la esperanza de llegar al otro lado del muro, los guardias lo volvieron girtar el alto y posteriormente siguiendo ordenes, abrieron fuego.

Kulbeik lo consiguió, pero Fechter fue alcanzado en la pelvis y se dejó deslizar muro abajo. Intentó incluso arrastrarse de vuelta, pero le faltaban las fuerzas.

Los disparos, en el centro de Berlín, habían llamado la atención de cientos de curiosos que se apelotonaban a uno y otro lado del Muro tratando de encontrar un sentido a lo que veían y oían. Peter gritaba pidiendo ayuda, no podía moverse y se estaba desangrando, pero durante una larga hora nadie acudió porque tanto los guardias de un lado como los del otro tenían estrictamente prohibido permitir el paso. Allí quedó tendido a la vista de todo el mundo, ciudadanos, periodistas y militares, pidiendo auxilio mientras se desangraba a borbotones, sin poder moverse por la seriedad de las heridas, y sin nadie que se atreviera a recogerlo. Los occidentales tenían miedo de recibir disparos en aquella nueva situación y tan solo se atrevieron a lanzarle un botiquín, que de nada sirvió a un Peter Fechter casi moribundo y a cada minuto con menos vida. Los rusos a los que pertenecía la zona muerta aguardaron unos interminables 50 minutos de agonía del joven hasta que procedieron a recogerlo, momento que queda recogido en la foto que acompaña el texto. El pueblo berlinés que presenciaba la escena gritaba a ambos bandos que remediaran la muerte de aquel jovencito, pero nadie hizo nada, incluso las fuerzas occidentales impidieron que ningún civil acudiera a ayudarlo.

Finalmente, llegó el permiso a la torre de control oriental y tres guardias se adentraron en la «zona de la muerte», el área vacía que separaba los lados este y oeste del muro, para levantar el cuerpo, ya prácticamente sin vida, y alzarlo en brazos por encima de la alambrada, de vuelta a la RDA, bajo una lluvia de gritos de los ciudadanos que habían presenciado el crimen: «¡Asesinos! ¡Asesinos!». Al final, en el lugar del suceso solo quedaron flores que fueron lanzadas por los indignados berlineses.

La fotografía de aquel cuerpo desangrado se convirtió en un icono de la resistencia civil contra el Muro, dando la vuelta al mundo. La historia de Peter Fechter impresionó tanto a Nino Bravo que se inspiró en ella para escribir «Libre».

Se escucha de forma diferente ahora, ¿no?

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