Donde está el amor, allí está Dios

Todo esto comenzó la noche del 24 de diciembre…

Vivía en la ciudad un zapatero remendón que se llamaba Martín Avdiéitch. Su morada era un cuarto minúsculo en un sótano, cuya única ventana daba a la calle. A través de ella solo veía los pies de las personas que pasaban.

Martín reconocía a muchos transeúntes al ver sus botas, que él había reparado. Tenía mucho trabajo, pues se esmeraba en hacerlo bien, utilizaba buenos materiales y no cobraba  demasiado.

Su esposa e hijos habían muerto años atrás, y eran tan grandes su dolor y desesperación, que llegó a reprochar a Dios por su tragedia. Pero cierto día, un anciano que había nacido en la misma aldea que Martín y que se había vuelto peregrino, visitó al zapatero y este le abrió su corazón.

―Ya no deseo seguir viviendo ―le confió―. He perdido toda esperanza. El anciano respondió:

―Estás desesperado porque solo piensas en ti y en tu propia felicidad. Lee el Evangelio y allí verás cómo quiere Dios que vivas.

Martín compró una Biblia. Al principio se proponía leer solamente los domingos, pero una vez que hubo comenzado, sintió tal felicidad en su corazón que empezó a hacerlo a diario.

Y así sucedió que una noche, ya tarde, al leer el Evangelio según San Lucas, llegó al pasaje donde el fariseo rico invita al Señor a su casa. Una pecadora se presentó ante Jesús, le limpió y ungió los pies, y luego los enjugó con sus lágrimas. El Señor le dijo al fariseo:

―¿Ves a esta mujer? Yo entré a tu casa y no me diste agua con qué lavar mis pies; sin embargo, ella ha lavado mis pies con sus cabellos. Tú no has ungido con óleo mi cabeza; y ella ha derramado sus perfumes sobre mis pies.

Martín reflexionó: “ese fariseo debió ser un ignorante, como yo. Si el Señor viniera a mi casa, ¿me comportaría de esa manera?”

Luego, apoyó la cabeza en sus brazos y se quedó dormido.

De pronto, escuchó una voz y despertó. No había nadie ahí, pero oyó que le decían claramente: “Martín, asómate a la calle mañana, porque vendré a verte”. Y esto fue por dos veces.

El zapatero remendón se levantó antes del alba, encendió el fuego y preparó una sopa de col y avena con leche. A continuación, se puso el delantal y se sentó a trabajar frente a la ventana.

Mientras recordaba lo que le había sucedido la noche anterior, miraba hacia la calle más que hacer su labor. Cuando pasaba alguien con unas botas que él desconocía, miraba hacia arriba para verle la cara. Pasó un portero. Luego un aguador. Un anciano llamado Stepanitch, que trabajaba para el comerciante vecino, empezó a quitar con una pala la nieve acumulada frente a la ventana; Martín lo vio y prosiguió su tarea

Después de hacer una decena de puntadas, miró de nuevo por la ventana. Stepanitch había apoyado la pala en la pared, estaba descansando o tratando de entrar en calor. El zapatero se asomó a la puerta y lo llamó.

―Entra; pasa a calentarte, debes estar helado.

―¡Qué Dios lo bendiga! ―le agradeció Stepanitch.

El hombre entró, se sacudió la nieve y empezó a limpiarse los zapatos. Al hacerlo, se tambaleó y estuvo a punto de caer. ―¡Cuidado! ―le dijo Martín―. Siéntate; tomemos un poco de té.  Y llenando dos vasos, dio uno al visitante, que lo bebió enseguida. Se veía que deseaba más. El anfitrión volvió a llenar el vaso. Mientras bebían, Martín siguió mirando a la calle.

―¿Espera a alguien? ―preguntó el anciano.

―Anoche estaba leyendo que Cristo visitó la casa de un fariseo que no lo recibió dignamente. Me dije: ¿Y si esto me pasara a mí? ¿Qué haría para recibirlo como se merece? Entonces me venció el sueño y escuché a alguien decir: “Busca en la calle mañana, porque vendré”, y así dos veces. Pues bien, ¿querrás creerlo? No puedo sacármelo de la cabeza, por más que me riño a mí mismo, estoy aguardándole a Él, a nuestro Señor”.

Al escuchar esto, a Stepanitch se le arrasaron los ojos y dijo:

―Gracias, Martin Avdieitch, me has reconfortado el cuerpo y el alma.

A continuación, se despidió y salió.

El zapatero se sentó a la mesa de trabajo a coser una bota. Al observar por la ventana, vio que una mujer que calzaba suecos pasó y se detuvo cerca de la pared. Martín advirtió que iba pobremente vestida y con un niño en brazos. De espalda al cierzo, trataba de proteger a su pequeño con sus delgados andrajos. Martín salió y la invitó a pasar.

Sirvió sopa caliente y algo de pan.

―Come, buena mujer, y entra en calor ―le indicó cordialmente.

Mientras comía, la campesina le contó quién era:

|           ―Soy esposa de un soldado. Hace ocho meses lo mandaron lejos de aquí y no he sabido nada de él. No he podido encontrar trabajo; tuve que vender todo lo que poseía para comprar comida. Ayer empeñé mi último chal.

Martín revolvió sus estantes y volvió con una vieja capa.

―Tome ―le dijo―. Está  raída pero le servirá para arropar al pequeño.

Al coger la prenda, la campesina rompió en llanto y exclamó:

―¡Qué Dios lo bendiga!

Martín sonrió y le contó sobre su sueño y la visita prometida.

―Quién sabe, todo puede ser ―comentó la mujer. Luego se puso de pie y envolvió a su hijo con la capa.

―Tome esto ―añadió Martín, mientras daba un poco de dinero a la mujer para que recuperara su chal. Por último, la acompañó a la puerta.

El zapatero volvió a sentarse y reanudó su tarea. Cada vez que notaba una sombra en la ventana, alzaba los ojos para ver quién era. Al poco rato avistó a una mujer que vendía manzanas en un cesto. Llevaba sobre la espalda un pesado costal, que intentaba acomodar. Al apoyar el cesto en un poste, un mozalbete tomó una manzana e intentó huir corriendo. Pero la anciana lo asió por el pelo. El muchacho gritaba y ella lo insultaba.

Martín corrió a la calle. La vendedora amenazaba con entregar al chico a la policía. “Déjalo ir, madrecita”, le suplicó Martín. “Perdónalo en el nombre de Dios”. La mujer lo soltó. “Ahora, pídele perdón a la abuela”, ordenó el zapatero al muchacho, que empezó a llorar y a ofrecer disculpas.

Martín tomó una manzana del cesto y se lo dio al ladrón.

―Te la pagaré yo, madrecita ―se apresuró a decir.

―¡Este pillo merece una paliza! ―refunfuñó la vendedora.

―¡Ay, abuela! ―exclamó Martín― si él merece que lo azoten por haber robado una manzana, ¿qué no mereceremos todos por nuestros pecados? Dios nos invita a perdonar, o no seremos perdonados. Debemos perdonar, sobre todo, a un jovencito irreflexivo.

Cuando la mujer iba a cargar el costal a la espalda, el joven dijo: “Permítame cargarlo yo, voy por el mismo camino.

Martín regresó al trabajo. Al cabo de un tiempo la escasa luz ya no le permitía ensartar la aguja en el cuero. Recogió sus herramientas, sacudió los recortes de cuero y colocó la lámpara en la mesa. Por último, cogió la Biblia del estante.

Quería abrir el libro en la página señalada, pero lo abrió en otro sitio. En eso, oyó unas  pisadas y volvió la cabeza. Una voz le susurró al oído:

―Martín, ¿no me reconoces?

―¿Quién eres? ―musitó el zapatero.

―Soy yo ―dijo la voz. Y del oscuro rincón surgió Stepanitch; sonrió y como una nube, se desvaneció.

―Soy yo ―dijo la voz. De las sombras salió la mujer con el niño en brazos. La madre  y el niño sonrieron; poco a poco, ellos también se esfumaron.

―Soy yo ―dijo la voz una vez más. La anciana y el muchacho de la manzana emergieron de las sombras, sonrieron y se diluyeron en la penumbra.

Martín sintió una gran alegría. Empezó a leer donde la Biblia se había abierto sola. Al principio de la página decía: Porque yo tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste de beber, era forastero y me hospedaste”.

            En la parte inferior de la página, leyó: Lo que has hecho por el más pequeño de mis hermanos, es a mí a quien lo has hecho”.

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