Capítulo III

Capítulo III
    Al mes exacto de la proclamación de la República, en
mayo de 1931, estando Matías Alvear de servicio en la oficina, el aparato
telegráfico a su cargo comunicó que en Madrid ardían iglesias y conventos,
entre ellos el de los Padres jesuitas en la calle de la Flor. Inmediatamente
pensó que su hermano Santiago habría figurado entre los asaltantes. Y en
efecto, no erró.


    A los pocos días el propio Santiago se jactaba de ello
en una carta, en la que decía que ya era hora de acabar con tanto cuento. Luego
añadía que su hijo José —que por entonces debía de rozar los veinte años— se
había portado como un hombre.
    La preocupación de Matías Alvear fue escamotear
periódicos y cartas para que Carmen Elgazu no se enterara de aquello, y lo
consiguió. En cambio, en el Seminario se filtró la noticia. Faltaba un mes para
terminar el curso. Ignacio, pasado el primer estupor, reaccionó como su padre:
«Unos cuantos exaltados, unos cuantos exaltados…»
    César se enteró porque en los Hermanos de la Doctrina
Cristiana no se hablaba de otra cosa. ¡Iglesias quemadas! El chico quedó
hipnotizado. También pensó: «Quién sabe si mi primo de Madrid… Y mi tío…» Pero
tampoco había visto la carta. Le pareció un deber desagraviar de algún modo a
Dios. Al salir del Colegio tomó automáticamente la dirección de la Catedral. Y
allá permaneció, solo y diminuto bajo la bóveda inmensa, hasta que el sacristán
salió de un muro haciendo tintinear sus gruesas llaves.
    El aspecto de la ciudad había cambiado. Carmen Elgazu
regresó de la compra diciendo: «No sé qué les pasa. No pueden soportar que no
hable en catalán». En todas partes se formaban corros, sobre todo en las
esquinas y los puentes.
    Matías Alvear había notado el cambio en la barbería
donde acostumbraba a servirse. «¡Vamos a dar
pal pelo a más de cuatro!», decían sin precisar. En el Neutral la radio tocaba
todo el santo día La Marsellesa y el Himno de Riego
. En los balcones de los partidos políticos que durante la Monarquía llevaban
vida lánguida, el rótulo había sido barnizado de nuevo, y siempre se veían,
bajo el asta de la bandera, dos o tres hombres fumando.
    Aquel mes pasó de prisa e Ignacio se presentó a los
exámenes finales. Su decisión estaba tomada, por lo que contestó a los
profesores sin nerviosismo alguno. Ello le valió las mejores notas, que nunca
había tenido. «¡Con lo contenta que estaría mi madre si esto fuera de veras!»,
pensaba. No había comunicado a nadie, ni siquiera al padre Anselmo, su
proyecto. Siguió las costumbres del Seminario como si tal cosa. Escuchó los
consejos para las vacaciones, subió a los dormitorios, preparó la maleta, se
despidió afectuosamente de sus condiscípulos. Luego se fue a los lavabos y
robó, como recuerdo, una bombilla.
    
Cruzó el umbral. ¡Gerona! Respiró. Bajó las
escalinatas de Santo Domingo. Vio en los balcones las banderas y los hombres
fumando. Subió al piso de su casa. Su madre había salido a la función de las
Cuarenta Horas y el muchacho se alegró de ello. Prefería hablar primero con su
padre a solas. Cuanto antes mejor. Ardía en deseos de hacer los proyectos de su
nueva vida, orientarla en algún sentido concreto; pero temía la reacción de su
madre. El disgusto que se llevaría sería tan grande, que la idea le anonadaba.
Su padre era la única persona en el mundo que podía mitigar las cosas.
    Había imaginado mil preámbulos. En el momento de la
verdad dijo, simplemente:
    —Padre, no quiero volver al Seminario.
    Todo fue más fácil de lo que cabía esperar. Matías, que
estaba pescando en el balcón, izó lentamente la caña. Luego dio media vuelta y
miró a su hijo.
    —No te preocupes. Ya lo esperaba.
    Ignacio sintió un gran consuelo en su corazón. Quería
dar un beso a su padre. Éste entró con lentitud en el comedor y dejó la caña en
su rincón de siempre.
    —Tu madre se llevará un gran disgusto.
    —Ya lo sé.
    Matías entró en la cocina a lavarse las manos.
    —Vamos a ver si la consolamos.
    La cosa se reveló difícil. Carmen Elgazu reaccionó más
dramáticamente aún de lo que se había supuesto. Se lo comunicaron después de
cenar, cuando Pilar ya se había acostado. Levantó los brazos y estalló en un
extraño sollozo. Miró fijamente a Ignacio y estrujó el delantal. «Pero… ¿Por
qué, por qué?» Ignacio optó por retirarse a su cuarto y Matías no sabía qué
hacer. Fue preciso pasar la noche prácticamente en vela y al día siguiente
llamar a mosén Alberto para que tratara de hacerla comprender. A Carmen Elgazu
le parecía que, de pronto, se había convertido en una mujer estéril.
    Ignacio pasó unos días en un estado de angustia increíble.
    —Madre, ¿qué puedo hacer? No iba a seguir sin vocación,
¿verdad?
    —Ya lo sé, hijo, ya lo sé. Pero me había hecho tantas
ilusiones…
    Pilar miraba a su hermano con el rabillo del ojo. Ella
casi se alegraba. Nunca había imaginado a Ignacio sacerdote y cuando llevaba
medias se mofaba de él. Ahora les había dicho a sus amigas del Colegio.
    —¿Sabéis? ¡Mi hermano no será cura!
    Matías Alvear pasaba unos días que no se los deseaba a
nadie, ni siquiera a don Agustín Santillana, contertulio antiliberal. Resoplaba
buscando soluciones. ¡Era preciso consolar a su mujer! Su esperanza era César,
pero éste no se decidía a hablar.
    ¡Diablo de chico! Todo el día dirigía miradas furtivas,
cuando no se encerraba en su habitación como si escondiese un gran secreto.
    Una noche Matías, harto de esperar, le llamó y le tiró
de la oreja.
    —Vamos a ver, pequeño —le dijo—. O yo no soy tu padre,
o estás queriendo y no queriendo. ¿Verdad o no?
    César se pasó la mano por el mechón de la frente. Miró
a su padre con cara entre miedosa y esperanzada.
    —¿Qué quieres decir…?
    —Pues… muy sencillo. ¿Quieres cantar misa tú, o no…?
    César esbozó una sonrisa, que al pronto su padre no
comprendió. Las facciones todavía indefinidas del chico le traicionaban. Finalmente,
éste contestó:
    —Habla con mosén Alberto.
    ¡Acabáramos! Matías Alvear se fue al Museo Diocesano,
cuyo conservador era mosén Alberto. El sacerdote, impecablemente afeitado, le
dijo que aquella visita le alegraba. En efecto, llevaba muchos días estudiando
a César…
    —Es un chico extraño. Es un alma sensible. El problema
es delicado… Tanto más cuanto que creo que no está muy bien de salud.
    Matías Alvear se impacientó.
    —No es fuerte como Ignacio, desde luego. Pero… ¿tiene
vocación o no la tiene?
    Mosén Alberto tomó arranque para contestar:
    —Señor Alvear, yo creo que su hijo tiene vocación de
santo.
    Matías soltó una imprecación. Que César era un santo,
¿quién mejor que su padre para saberlo? También era una santa Carmen Elgazu, y
otro santo Ignacio, y todos. Todos eran santos.
    —De acuerdo, de acuerdo. Pero yo lo que querría saber
es eso: si tiene vocación para cura o no.
    El reverendo, por fin, sentenció:
    —Si en septiembre no le lleva usted al Seminario, el
chico se muere.
    ¡Por los clavos de Cristo! Matías se desabrochó el
botón del cuello. Tomó asiento. Habló largamente con el sacerdote, aun cuando
consideraba a este hombre algo tortuoso. Y se enteró de muchas cosas. Supo que,
en realidad, mosén Alberto no había tenido nunca confianza en Ignacio. El
sacerdote hablaba del muchacho en tono reticente, como si le inspirara graves
temores.
    —¿Quiere que le diga una cosa? —cortó Matías.
    —Diga.
    —Si fuera usted hombre casado, ya querría tener un hijo
como Ignacio.
    La conversación se dio por terminada. Y el resto, fue
coser y cantar. Matías regresó a casa alegre como unas pascuas. Llamó a Ignacio
y le comunicó:
    —Me parece que tu madre va a llevarse una sorpresa.
    Esperó unos días aún. Esperó a que César en persona le
dijera: «Padre, de lo que me preguntó, sí», para llamar a su mujer, liar
lentamente un cigarrillo y comunicarle la noticia.
    —Ahí tienes. Ahí tienes el sustituto. —Y hallándose con
las manos ocupadas, con el mentón señaló a César.
    Carmen Elgazu comprendió en seguida, pues llevaba días
notando algo raro; miradas como diciendo: «Sí, sí, sufre. Para lo que te va a
durar».
    Miró a César y el muchacho asintió con la cabeza.
    —Madre, quiero ser el sustituto de Ignacio.
    ¡Hijo! Ya no cabía duda. Carmen Elgazu recibió la
noticia en pleno pecho. De pie bajo el calendario de corcho, exclamó: «Me vais
a matar a emociones». No sabía qué hacer. Le parecía que sus entrañas volvían a
ser fecundas. De repente le asaltó una duda.
    —¿Lo has consultado ya con mosén Alberto?
    César se disponía a contestar, pero Matías se le
anticipó:
    —¡Sí, mujer, sí! Él mismo va a elegir el otro perchero.
    * *
    Era preciso esperar hasta septiembre. César
preparándose para el Seminario. Ignacio para emprender su nueva vida. Ignacio
miraba a su hermano con agradecimiento, pues su madre volvía a ser dichosa.

    En cuanto a él, era libre. ¡Libre! Lástima no poder
disponer de la habitación entera. Tendría que continuar compartiéndola con
César hasta septiembre.

    Pero su vida cobraba ahora tal novedad que los
pequeños obstáculos no contaban. El instante más solemne de su victoria lo
vivió en la barbería, cuando al tomar asiento ante el espejo pidió una revista
y ordenó, en tono grave: «Sólo patillas y cuello».

    Matías Alvear entendía que personalmente había
ganado con el cambio. Esperaba mucho de Ignacio, seglar. Tampoco creyó que la
Iglesia española hubiera perdido nada: César valdría por dos. De Vasconia se
recibió una carta quilométrica, llena de advertencias para el desertor y de
parabienes para César. En Madrid, en cambio, parecieron tomarse todos aquellos
manejos un poco a chacota.

    Muy pronto, Ignacio empezó a experimentar una
curiosa sensación. De repente, sus cuatro cursos del seminario le parecían una
pesadilla vivida por otro ser; otras veces se presentaban a su memoria con
relieve angustioso. En realidad era demasiado sensible para enterrar con tanta
facilidad un mundo que fue el suyo. Otros muchos ex seminaristas lo hacían y
pregonaban su prisa por vengarse de Dios. Ignacio, en realidad, no sabía. Por
el momento sentía una infinita curiosidad.

    Porque le ocurría que en los cuatro años había
crecido: ya un ligero bozo apuntaba, negro, y se daba cuenta de que su
formación intelectual, con ser incompleta, pues en el Seminario había muchas
asignaturas importantes que no figuraban en el programa, era muy superior a sus
conocimientos «de la vida». En realidad, Ignacio había estudiado unas materias
básicas, que le daban cierto sedimento clásico. Se daba cuenta de ello al
escuchar a Pilar y enterarse de las tonterías que explicaban las monjas. Y se
daba cuenta incluso escuchando a su padre y a sus contertulios del Neutral. De
modo que por este lado no había mucho que lamentar. Ahora bien, «de la vida…»,
nada. Enfrentado con la calle, con la sociedad, sabiendo que podía mirar a la
gente cara a cara, leer los periódicos, fisgar las fachadas sin sensación de
culpabilidad, se daba cuenta de que no entendía una palabra. De ahí sus ganas
de saber. ¿Cómo era el mundo? ¿Por qué unos hombres tenían coche y otros no?
¿Por qué las parejas? ¿Era bueno o malo que el presidente de la República fuera
un hombre como los demás?

    Se daba cuenta de que no conocía ni su propia
habitación. Hasta entonces siempre la había ocupado como algo provisional;
ahora sabía que podía arreglarla a su modo, por lo menos la parte de ella que
le correspondía, y dos estanterías de armario que Carmen Elgazu le destinó.
¡Pronto pondría allí libros suyos!

    Luego, tampoco conocía absolutamente nada de la
ciudad. A veces creía que conocía mejor Málaga, como si los ojos de un niño
captaran mejor que los ojos de un seminarista. La ciudad… Aquello le atraía de
manera irresistible. Conocer Gerona. A veces pensaba: «Debería buscarme un
amigo». Pero no. Mejor solo. Salir de madrugada, o hacia el atardecer, y
recorrer calles y mirar. Placer de mirar. Analizándolo bien, casi no conocía
sino la parte antigua, la del Seminario y edificios nobles, pero de todo el
barrio moderno, el ensanche, y los campos que venían luego, nada. Y tampoco de
la parte del Oñar, remontándolo hacia el cementerio, y menos aún del barrio de
los pobres, del misterioso barrio que empezaba a los pies del campanario de San
Félix y se extendía luego, en casas que parecían de barro.

    Allí le llevaba su corazón, hacia la calle de la
Barca, Pedret. Aquella aglomeración de edificios húmedos, de balcones con ropa
blanca y negra puesta a secar, con gitanos, seres amontonados, mujeres de mala
nota.

    Empezó por el barrio moderno. No le satisfizo en
absoluto. Le decía a su padre: «Pero esto ¿qué es?» Matías le contestaba:
«Cubista. ¿Té parece poco?» A Ignacio se le antojaba que la alegría era allí
artificial, aunque las tiendas estaban llenas de cosas dignas de ser compradas,
no se podía negar.

    Luego remontó el río y llegó hasta un pequeño
montículo que llamaban Montilivi —monte del Olivo—. Desde la cima descubrió un
panorama menos grandioso que el que se divisaba desde Montjuich o el Calvario,
pero entrañable. Un pequeño valle, la Crehueta, verde, cuadriculado, por cuyo
centro pasaba el tren chillando y despertando la vida. Luego empezaba el
bosque, los árboles trepando hasta la ermita de los Ángeles, lugar de
peregrinación.¨

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Capítulo II

Capítulo II
    Ignacio quería mucho a sus padres, sin saber por qué. Acaso por el ambiente de paz que había creado en torno suyo. Su madre le parecía el centro de su vida. Su padre la persona que más le había hecho reír en el mundo, sin necesidad de hablar mucho, con sólo guiños y gestos. A veces se había esforzado, a su manera infantil, en pensar en cosas serias, y entonces creía que los amaba por el esfuerzo que hacían para que no les faltara nada ni a él, Ignacio, ni a César ni a Pilar, a pesar de ser pobres, a pesar del sueldo ínfimo que le daban en Telégrafos, según oía decir.


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Capítulo I

PRIMERA PARTE
    De Abril de 1931 a Noviembre de 1933

Capítulo Primero
    En una de las casas más antiguas de la orilla derecha del río, primer piso, vivían los Alvear. Los balcones de la fachada daban a la Rambla, frente por frente del café Neutral, situado en el centro de la más acogedora hilera de arcos de la ciudad; ventana y balcón traseros colgaban sobre el río, el Oñar.
    La casa, pues, comunicaba entre sí dos vidas, al igual que las restantes a lo largo de la Rambla. De ahí que en el piso el misterio fuese alegre y que para crear intimidad fuera preciso cerrar todas las puertas. Si por descuido quedaba abierta alguna, se oían todos los relojes de la población; no obstante, los Alvear sabían que en un puñado de metros podían crear un mundo íntimo y aun infranqueable.
    En aquellos pisos era posible porque las casas eran antiguas. Por lo demás, la mayor parte de las puertas no sólo cerraban, sino que a veces se cerraban por sí solas, lo cual era un encanto teniendo en cuenta la proximidad del río y que éste a veces olía mal.
    En efecto, el lugar era tenido por insalubre. Tal vez el trecho en que vivían los Alvear fuera el menos afectado, pues el agua del Oñar alcanzaba allí, casi siempre, ambas orillas. En cambio, quinientos metros más abajo, cercana su confluencia con el río Ter, la corriente se encharcaba, formando pequeños remansos pantanosos.
    Otro inconveniente lo constituían las periódicas inundaciones. Tampoco éstas afectaban a los Alvear, dada la altura de la ventana y el balcón; en cambio, los inquilinos de la planta baja, cuando el Oñar llegaba crecido, no tenían remedio. El Ter no le admitía el caudal y entonces el pequeño río se hinchaba y se introducía por todas las brechas y agujeros de la casa, cruzaba con furia cocina, comedor y pasillo, y salía en tromba por la puerta de la fachada, vertiendo, en la Rambla, frente por frente del Neutral, mil secretos familiares.
    El piso de los Alvear era más bien pequeño —pasillo y tres habitaciones, comedor y cocina—, pero mucho mejor que los que habían ocupado en Madrid, Jaén y Málaga, en las temporadas que residieron en estas ciudades. El cabeza de familia, Matías Alvear, estaba encantado con él, especialmente porque el sol le rondaba todo el día, por la calidad y tono discreto de los mosaicos y por la estratégica situación de ambos balcones. El de la Rambla lo utilizaba después de comer para controlar la entrada en el café de las componentes de su peña de dominó; el del río lo utilizaba a la caída de la tarde, para pescar. Pescar desde el propio hogar, recordando a menudo la penosa esterilidad del Manzanares, en Madrid.
    En el dominó era un as, una suerte de seis doble; como pescador, cero. Tan raramente era mordido su anzuelo, que cuando ello ocurría, en algún verano bochornoso, el hombre se ponía a horcajadas, izaba sigilosamente la caña, entraba con ella en el comedor y haciendo bailotear el pececillo, lo restregaba con sorna por las narices de sus hijos. En una ocasión la presa fue de tal tamaño que, algo asustado, entró caña en alto en la mismísima cocina y depositó el pescado directamente en la sartén, ante los atónitos ojos de su esposa, Carmen Elgazu, recia mujer que cuando le llamaba loco lo hacía en vascuence.
    Matías Alvear tenía cuarenta y seis años, era funcionario de Telégrafos y en Gerona formaba entre los forasteros. Era madrileño. Llevaba cinco años en la ciudad y parecía haberse aclimatado a ella.
    En Madrid dejó un hermano, Santiago, anarquista militante, que no vivía feliz sino rodeado de mujeres y folletos clandestinos. En Burgos otro hermano, casado, también empleado de Telégrafos, de ideas avanzadas pero algo más teórico que Santiago, y con el que Matías sólo se ponía en contacto por Navidad, felicitándose a través de sus respectivos aparatos telegráficos.
    Toda la familia de Matías Alvear fue siempre extremista, y sobre todo anticlerical. El padre, muerto joven, proponía fundir todas las custodias de la nación y repartir el oro entre los pobres de Almería y Alicante. Ahora Santiago, en Madrid, encorajinado con la República, repetía por los tranvías la propuesta, si bien Carmen Elgazu, que se preciaba de conocerle bien, decía siempre que le veía capaz de fundir las custodias de la nación, pero no de emplear el oro en lo que su padre propuso.
    Matías fue siempre el más reposado. Republicano toda la vida, y también anticlerical, hasta el punto que cuando se casó con Carmen Elgazu apenas si sabía cómo se dobla, ante el Señor, una rodilla; pero Carmen Elgazu había heredado del Norte el tipo de fe que «mueve las montañas», y en este caso la montaña movida fue Matías Alvear. El funcionario de Telégrafos amaba tanto a su mujer, que de pronto la idea de que con la muerte todo termina le horrorizó. Le parecía imposible que Carmen Elgazu no fuera eterna y a su vez deseó vivamente disponer de toda una eternidad para continuar viviendo junto a ella. A los diez años de matrimonio, su deseo era convicción. Creía en todo lo que negaban sus hermanos y se sorprendió persignándose con respeto. Halló gran consuelo en este nuevo orden de pensamientos y acabó escuchando la historia del gallo de San Pedro con una naturalidad que él mismo, pensando en su juventud, no acertaba a explicarse.
    La familia de Carmen Elgazu era, ciertamente, lo opuesto. Vasca, tradicional y católica hasta la médula. El padre murió abrazado a un crucifijo, y al morir dijo a sus hijos: «No os caséis con personas que no crean en Dios». La madre vivía aún en un pueblo de Vasconia, erguida a pesar de sus ochenta y tantos años, escribiendo sin cesar cartas y más cartas a sus ocho hijos, en tinta violeta y letra increíblemente enérgica dada su edad; cartas apostólicas que sólo Carmen Elgazu leía enteras, pero que ninguno se atrevía a tirar o quemar.
    Carmen Elgazu llevaba en el cuerpo el sello de esta reciedumbre. De mediana estatura, cabellos negrísimos, recogidos en moño, cabeza bien sentada entre los hombros. Cuando, arremangada, lavaba ropa se veía hasta qué punto tenía los brazos bien torneados. En la cintura se le notaba que había tenido hijos. Sus piernas eran las dos columnas del hogar.
    Lo que más destacaba de su persona eran las cejas, pobladas y también muy negras. Matías Alvear las comparaba, riendo, a los arcos de la Rambla. Carmen Elgazu consideraba aquello un piropo, pues para ella una mujer sin cejas no era nada.
    Y luego los ojos. Imposible imaginar ojos más opuestos a los de un ciego. Brillantes, expresivos, sin rodar como los de los locos, sin permanecer extáticos como el de Dios. Ojos humanos, cambiantes, auténticas ventanas del alma. A causa de los ojos, las cejas y el alma, le bastaba con ponerse un vestido negro y unos tacones altos para parecer una reina. Una reina con gran ternura en su porte, especialmente cuando se hablaba de alguien que sufría o cuando, terminado el trabajo en la cocina o en los dormitorios, se quitaba el delantal y se sentaba en el comedor a repasar la ropa, bajo un precioso calendario de corcho que representaba una tempestad.
    Matías Alvear, seco, tenía más distinción; pero era menos impresionante. Llevar bata gris en Telégrafos, y sobre todo lápiz en la oreja, acaso le restara cierta autoridad. Sin embargo, era un hombre. El sentido del humor se le manifestaba en el bigote, ameno siempre, en un sinnúmero de expresiones irónicas, en la manera de llevar el sombrero. Sus ojos eran más pequeños que los de Carmen Elgazu, pero también negros. La energía se le concentraba en la nariz, pegada a su cara como un impacto. Sus manos eran de funcionario, pero cuando escuchaba tonterías les imprimía unos espasmos de duda muy sutiles, de gran expresividad. Era cuidadoso, vestía preferentemente de gris corbatas discretas excepto en las fiestas onomásticas de sus hijos. Le gustaba el dominó porque decía que era un juego limpio, que las fichas eran limpias y agradables al tacto. Sin una peña de amigos para cambiar impresiones, hubiera muerto.
    Sus querellas con Carmen Elgazu se limitaban a temas religiosos relacionados con la educación de los hijos, y a comparar Madrid y Bilbao. Para Matías Alvear, Madrid; para Carmen Elgazu, Bilbao. Cuan do estaban de buen humor, Carmen Elgazu comparaba el Oñar con el Cantábrico y Matías Alvear el edificio de Telégrafos de Gerona con la Telefónica de Madrid, pero luego uno y otro se arrepentían de ello y admitían que Gerona, sobre todo en la parte antigua y la Dehesa, era muy hermosa.
    Carmen Elgazu decía a veces que Matías Alvear no era nada sabio, pero que tenía mucho sentido común. Los componentes de la peña de Matías Alvear corroboraban lo segundo y le rebatían lo primero. Creían que Matías era conocedor de más cosas de las que Carmen Elgazu sospechaba, porque sabía leer el periódico y porque los telegramas le habían enseñado a comprender el cruce de los acontecimientos y a sintetizar. De todos modos, lo que más amaba en él Carmen Elgazu eran los sentimientos. Le quería tanto que era evidente que sólo consentiría en parecer reina a condición de que el rey fuera Matías Alvear.
    Matías Alvear, después de ganar oposiciones en Madrid, había sido destinado sucesivamente a Jaén, Málaga y Gerona. Todos sus hijos Ignacio, César y Pilar, habían nacido en Málaga, lo cual se prestaba a muchas bromas. «Los aires del Sur —decía Matías—; los aires del Sur.»
    Cuando les llegó el traslado de Málaga a Cataluña, Ignacio, el mayor, tenía diez años. Había nacido el 31 de diciembre de 1916, a las doce de la noche, o sea en un instante solemne y trascendental. Carmen Elgazu, que siempre había prometido a Dios ofrecerle el primero de sus hijos, dio a aquella circunstancia una interpretación profética. Varias vecinas malagueñas, entre ellas una gitana, entendieron que, según los astros, su hijo sería un talentazo, probablemente obispo y sin duda alguna un gran predicador. Matías Alvear arrugó el entrecejo; pero, en efecto, Ignacio a los pocos meses discurseaba de lo lindo: «¡Ya lo ves! —gritaba Carmen Elgazu, alborozada—. ¡Es un ángel y en un santiamén convertirá a la gente!»
    César tenía, al llegar a Gerona, ocho años, y era mucho más tímido que Ignacio. Dotado de grandes orejas, miraba a los que le rodeaban y al mundo como si todo fuese un milagro. Matías siempre contaba que, al bajar del tren y ver la Catedral y a su lado el campanario de San Félix, había dicho que aquello le gustaba más que el mar de Málaga. Luego las vecinas le informaron: «Pues, chico, por campanarios aquí no te vas a quejar».
    Pilar tenía un año menos que César: siete. A ella todo lo que fuera viajar le encantaba. Al darse cuenta de que bajaban las maletas, exclamó, mirando a todo lo ancho de la estación: «¡Oh…! ¿Ya se ha terminado?»
    * *
    La instalación de la familia en Gerona —en el piso colgando sobre el río— coincidió con un inefable triunfo de Carmen Elgazu y de la gitana malagueña: Ignacio accedió a entrar en el Seminario.
    Carmen Elgazu no había cejado un solo instante en inculcar a su hijo la vocación. Cualquier detalle le servía de trampolín. Si Ignacio se quedaba inmóvil contemplando el paso de un entierro, le decía: «¿Qué, te gustaría rociar con agua bendita, verdad?» Si pintaba en un cuaderno un hombre con una corona alrededor de la cabeza, le decía a Matías Alvear: «Ya lo ves: todo lo de la Iglesia le tira».
    Ignacio fue adaptando sus ojos a aquella manera de mirar. Sin querer reprimía su temperamento revoltoso. Había sentido sobre su cabeza la mano de varios curas que le preguntaban: «¿De modo, pequeño, que quieres entrar en el Seminario?» Por la noche, al arrodillarse ante la cama para rezar, Carmen Elgazu le señalaba como ejemplo a la atención de César y la pequeña, y aun a la de Matías Alvear.
    Cuando, llegados a Gerona, el ambiente eclesiástico de la ciudad facilitó tanto las cosas que Ignacio dijo: «Sí, madre, quiero ser sacerdote», la alegría de Carmen Elgazu fue una especie de inundación que llegó también de una a otra orilla. Las propias vecinas se contagiaron. «¡Mi chico al Seminario, mi chico al Seminario!» Le besó veinte veces; hubiera querido sentarle en la falda del Sagrado Corazón que presidía majestuoso, el comedor, frente al reloj de pared.
    Los preparativos duraron una semana, la semana que faltaba para principiar el curso. Mosén Alberto, importante autoridad eclesiástica, les aconsejó que, visto el temperamento díscolo del chico, le tuvieran interno. A Matías le dolió desprenderse de su hijo, pero Carmen Elgazu le tiraba de la nariz: «¡Tendrías que estar orgulloso, más que tonto!» Iniciales rojas, «I. A.», brotaron en toda la ropa interior del muchacho.
    El día en que Ignacio desapareció tras los imponentes muros del Seminario, que se erguían en la parte alta de la ciudad, coronando las escalinatas de Santo Domingo, en el piso de la Rambla hubo gran jolgorio. Carmen Elgazu preparó un bizcocho vasco, cruzado de parte a parte por el nombre de pila de su hijo y debajo una raya ondulada, blanca. Pilar se reía mirando vacía la silla de su hermano, y quería sentarse en ella. Matías dijo: «¡No, que está ocupada por el Espíritu Santo!» Carmen Elgazu también se rió y se dirigió a Matías. «¿Sabes lo que podríamos hacer? Luego voy a buscarte al Neutral y me llevas a la Dehesa a dar una vuelta.»
    Así se hizo. Pilar se fue a las monjas del Corazón de María, César, a los Hermanos de la Doctrina Cristiana. También empezaba el curso. En cuanto a Matías, a las tres en punto tuvo que abandonar las sillas del café y trasladarse a los bancos de piedra de la Dehesa.
    —¿No te gustan más estos plátanos que las fichas de dominó? —ironizaba Carmen Elgazu.
    Matías Alvear se ladeaba el sombrero, pero disfrutaba lo suyo. Porque su mujer era feliz y porque, en efecto, los plátanos de la Dehesa, altísimos y alineados en cantidad incalculable, estaban muy hermosos a la luz del otoño.
    De regreso, la madre de Ignacio entendió que era preciso perpetuar la jornada. Detuvo a su marido y le preguntó:
    —¿No me tienes prometido un regalo?

    —Sí.

   —¡Pues ésta es la ocasión!

    Matías sonrió, aunque aquello iba a alterar con exceso el presupuesto familiar. Miraron escaparates y por fin se decidieron por algo práctico, que les hacía mucha falta: un perchero. Lo instalaron sin pérdida de tiempo en el vestíbulo, y abrieron dos o tres veces la puerta para comprobar que el efecto era sorprendente.¨

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