Si una maldición reina sobre las demás, es sin duda la del faraón Tutankamón, a la cual el mito popular culpó de la muerte de Lord Carnarvon —el 5 de abril de 1923—, patrocinador de la excavación de su mausoleo. Naturalmente, cuando la ciencia entra en acción se rompe el hechizo, y los espíritus se transforman en una infección causada por ciertos hongos que dormían el sueño de los siglos en el silencio de la tumba.
Esta versión de la muerte de Lord Carnarvon ha llegado a extenderse hasta tal punto que hoy muchos la dan por cierta. Pero, ¿lo es? Por curioso que parezca, lo cierto es que a día de hoy la historia de la infección fúngica tiene también más de rumor que de hecho. No es solo que nunca se haya probado científicamente; es que en realidad nunca llegó a plantearse siquiera con pretensiones de ser una verdadera hipótesis.
La tumba de Tutankamón fue descubierta en noviembre de 1922 por Howard Carter, el arqueólogo contratado por George Herbert, 5º conde de Carnarvon y egiptólogo aficionado que financiaba la excavación. Cinco meses más tarde, Carnarvon moría en El Cairo. Su fallecimiento prematuro a los 56 años se atribuyó oficialmente a “una neumonía sobrevenida de erisipelas”, infecciones de la piel causadas por estreptococos. Se dijo que se había cortado una picadura de mosquito en la mejilla mientras se afeitaba y que la infección resultante había invadido su organismo. El conde tenía una salud delicada a raíz de un accidente de automóvil que estuvo a punto de costarle la vida, y a menudo sufría infecciones pulmonares.
UNA LEYENDA CREADA POR CONAN DOYLE
Sin embargo, la imaginación popular pronto comenzó a forjar una versión muy distinta, a la que contribuyó de modo decisivo el escritor escocés Arthur Conan Doyle, creador de Sherlock Holmes. Pese a que su célebre personaje se distinguía por su escrupuloso raciocinio y su empirismo científico, Doyle era un gran creyente en el espiritismo. Según publicó la prensa de entonces, el afamado autor achacó la muerte de Carnarvon a un “mal elemental” que guardaba el sepulcro y que se había vengado de sus profanadores. Así, la maldición de la momia pronto se convirtió en leyenda de la mano de Conan Doyle.
Pero los fantasmas no eran los únicos elementos que entraron a formar parte de la maldición de Tutankamón. La novelista británica Marie Corelli escribió una carta al periódico New York World en la que afirmaba conocer ciertos textos antiguos que hablaban de venenos depositados en las tumbas egipcias para aniquilar a quienes las profanaran. Y aunque tanto egiptólogos como médicos desdeñaron la teoría del veneno como pura fantasía, un patólogo consultado aportó otra hipótesis: gérmenes. “Un germen sería suficiente para causar una infección fatal”, citaba The Sunday Times en Australia el 3 de junio de 1923.
Así pues, la versión infecciosa de la maldición de Tutankamón no es una idea reciente, sino que surgió ya de inmediato tras la muerte de Lord Carnarvon. Pero su recorrido ha sido largo: si uno consulta ciertas fuentes, como un artículo aparecido en 1998 en la revista Canadian Medical Association Journal, se diría que aquel mismo año el investigador francés Sylvain Gandon publicó un estudio en el que proponía las esporas de un hongo que dormían en el sepulcro del faraón como las causantes de la infección que llevó al conde a su propia tumba.
Solo que no era así. Las investigaciones de Gandon en el Centro de Ecología Funcional y Evolutiva de Francia cubren la epidemiología evolutiva de las enfermedades infecciosas; es decir, cómo los patógenos se relacionan con su medio a través del tiempo y cómo esto influye en su virulencia. En 1998 Gandon publicó un estudio en la revista Proceedings of the Royal Society B titulado “La hipótesis de la maldición del faraón”, en el que escribía: “La misteriosa muerte de Lord Carnarvon después de entrar en la tumba del faraón egipcio Tutankamón podría ser potencialmente explicada por una infección con un patógeno de vida muy larga y muy virulento”. Ahora bien; ¿significa esto que Gandon apunta a este factor como la verdadera causa de la muerte del conde? “No realmente dice el investigador.
LA HIPÓTESIS DE ‘SIT AND WAIT’
Esto requiere una explicación, la bióloga evolutiva de la Universidad de Oxford Charlotte Rafaluk-Mohr, en los años 80 Paul W. Ewald propuso que los agentes infecciosos capaces de sobrevivir durante largo tiempo fuera de un huésped podrían aumentar su virulencia. En general, para un parásito no es conveniente ser demasiado letal, porque con el huésped muere también el propio patógeno; como dice el refrán, muerto el perro, se acabó la rabia. Sin embargo, aquellos que persisten en el medio en forma de esporas u otras fases resistentes podrían encontrar una ventaja en aumentar su letalidad. “A esto se le llamó inicialmente la hipótesis de sit and wait [siéntate y espera]”, dice Rafaluk-Mohr.
Pero en 1996, un estudio firmado por tres epidemiólogos rebautizaba la hipótesis de sit and wait con otro nombre mucho más pegadizo: la maldición del faraón. Según aclara Gandon, que en su propio estudio ya adoptaba esta denominación, “la misteriosa muerte de Lord Carnarvon se utilizó como metáfora para introducir el problema de la evolución de la virulencia”. Es decir, que en realidad la hipótesis de la maldición del faraón tiene tanta relación con la muerte de Lord Carnarvon como el famoso problema del gato de Schrödinger con el comportamiento de los felinos; es solo una metáfora.
Pero para Rafaluk-Mohr, autora de un reciente estudio que presta soporte en ciertos casos a la hipótesis de la maldición del faraón, la idea de la infección “es mínimamente plausible como explicación de la muerte de Lord Carnarvon”. “Por lo que sé, no se me ocurre ningún parásito o patógeno formador de esporas que infecte a los humanos y que encaje con la descripción de los síntomas de Lord Carnarvon, aunque desde una perspectiva de ecología evolutiva no es imposible imaginar que pueda existir”. Y desde la perspectiva de la fascinación humana por las maldiciones, menos aún.
Nota: Parece ser que ponían jarrones con esporas de un hongo los egipcios como armas biológicas para los profanadores de tumbas, así han aparecido en algunos escritos de esos de Jordi Hurtado.