Friedrich Zibold era un ingeniero ruso que trabajaba como guarda forestal en el área de la antigua ciudad griega de Teodosia (la actual Feodosia) en la costa del Mar Negro en Crimea. Un día de 1900, mientras limpiaba una zona boscosa cercana a la población, descubrió 13 grandes montones de piedras de forma cónica. Cada uno tenía unos 10 metros de altura y cubría una superficie de unos 900 metros cuadrados. Junto a ellos halló fragmentos de de tuberías de terracota de unos 7 centímetros de diámetro. Estas tuberías partían de los montones de piedra y se extendían hasta diferentes pozos y fuentes ya dentro de la ciudad.
Basándose en su formación de ingeniero, y sin conocimientos ni medios arqueológicos para examinar el hallazgo, Zibold concluyó que aquello debían ser condensadores que producían agua a partir del aire, un agua que luego se transportaba a la ciudad por medio de las tuberías. Según sus cálculos cada uno de los 13 condensadores produciría unos 55.400 litros de agua diarios, más que suficiente para abastecer las necesidades de la antigua Teodosia.
Para demostrar su hipótesis construyó su propio condensador en lo alto del monte Tepe-Oba (228 metros de altitud), siguiendo el modelo de los descubiertos. Su condensador tenía 6 metros de altura y un diámetro de 8 metros en su parte superior. Estaba rodeado de un muro de 1 metro de altura y 20 metros de ancho que creaba un área en forma de cuenco donde se recogería el agua. Para construirlo utilizó piedras extraídas de la costa.
La estructura se puso en funcionamiento en 1912, y tal y como Zibold había predicho funcionó. Cada día producía 360 litros de agua. A pesar de que la producción era muy inferior a la que había estimado para la estructuras descubiertas en el bosque (55.400 litros diarios), Zibold consideró que su teoría quedaba confirmada y constituyó la base para los posteriores desarrollos de pozos de aire, como el famoso condensador de Achille Knapen construido en 1930 en Trans-en-Provence, Francia, y por extensión de toda la tecnología posterior al respecto.
Pero lo que Zibold había identificado en su día como pozos de aire para la producción de agua en Teodosia no eran tales. En realidad se trataba de túmulos funerarios levantados entre los siglos V y IV a.C. Las tuberías de terracota eran muy posteriores, de época medieval, y no tenían ninguna relación con los túmulos (aunque su función sigue siendo desconocida hasta el momento).
Como esta semana, ha sido la semana cultural de Temapolis, quería poner mi granito de arena.
Capítulo III Al mes exacto de la proclamación de la República, en mayo de 1931, estando Matías Alvear de servicio en la oficina, el aparato telegráfico a su cargo comunicó que en Madrid ardían iglesias y conventos, entre ellos el de los Padres jesuitas en la calle de la Flor. Inmediatamente pensó que su hermano Santiago habría figurado entre los asaltantes. Y en efecto, no erró.
A los pocos días el propio Santiago se jactaba de ello en una carta, en la que decía que ya era hora de acabar con tanto cuento. Luego añadía que su hijo José —que por entonces debía de rozar los veinte años— se había portado como un hombre. La preocupación de Matías Alvear fue escamotear periódicos y cartas para que Carmen Elgazu no se enterara de aquello, y lo consiguió. En cambio, en el Seminario se filtró la noticia. Faltaba un mes para terminar el curso. Ignacio, pasado el primer estupor, reaccionó como su padre: «Unos cuantos exaltados, unos cuantos exaltados…» César se enteró porque en los Hermanos de la Doctrina Cristiana no se hablaba de otra cosa. ¡Iglesias quemadas! El chico quedó hipnotizado. También pensó: «Quién sabe si mi primo de Madrid… Y mi tío…» Pero tampoco había visto la carta. Le pareció un deber desagraviar de algún modo a Dios. Al salir del Colegio tomó automáticamente la dirección de la Catedral. Y allá permaneció, solo y diminuto bajo la bóveda inmensa, hasta que el sacristán salió de un muro haciendo tintinear sus gruesas llaves. El aspecto de la ciudad había cambiado. Carmen Elgazu regresó de la compra diciendo: «No sé qué les pasa. No pueden soportar que no hable en catalán». En todas partes se formaban corros, sobre todo en las esquinas y los puentes. Matías Alvear había notado el cambio en la barbería donde acostumbraba a servirse. «¡Vamos a dar pal pelo a más de cuatro!», decían sin precisar. En el Neutral la radio tocaba todo el santo día La Marsellesa y el Himno de Riego . En los balcones de los partidos políticos que durante la Monarquía llevaban vida lánguida, el rótulo había sido barnizado de nuevo, y siempre se veían, bajo el asta de la bandera, dos o tres hombres fumando. Aquel mes pasó de prisa e Ignacio se presentó a los exámenes finales. Su decisión estaba tomada, por lo que contestó a los profesores sin nerviosismo alguno. Ello le valió las mejores notas, que nunca había tenido. «¡Con lo contenta que estaría mi madre si esto fuera de veras!», pensaba. No había comunicado a nadie, ni siquiera al padre Anselmo, su proyecto. Siguió las costumbres del Seminario como si tal cosa. Escuchó los consejos para las vacaciones, subió a los dormitorios, preparó la maleta, se despidió afectuosamente de sus condiscípulos. Luego se fue a los lavabos y robó, como recuerdo, una bombilla. Cruzó el umbral. ¡Gerona! Respiró. Bajó las escalinatas de Santo Domingo. Vio en los balcones las banderas y los hombres fumando. Subió al piso de su casa. Su madre había salido a la función de las Cuarenta Horas y el muchacho se alegró de ello. Prefería hablar primero con su padre a solas. Cuanto antes mejor. Ardía en deseos de hacer los proyectos de su nueva vida, orientarla en algún sentido concreto; pero temía la reacción de su madre. El disgusto que se llevaría sería tan grande, que la idea le anonadaba. Su padre era la única persona en el mundo que podía mitigar las cosas. Había imaginado mil preámbulos. En el momento de la verdad dijo, simplemente: —Padre, no quiero volver al Seminario. Todo fue más fácil de lo que cabía esperar. Matías, que estaba pescando en el balcón, izó lentamente la caña. Luego dio media vuelta y miró a su hijo. —No te preocupes. Ya lo esperaba. Ignacio sintió un gran consuelo en su corazón. Quería dar un beso a su padre. Éste entró con lentitud en el comedor y dejó la caña en su rincón de siempre. —Tu madre se llevará un gran disgusto. —Ya lo sé. Matías entró en la cocina a lavarse las manos. —Vamos a ver si la consolamos. La cosa se reveló difícil. Carmen Elgazu reaccionó más dramáticamente aún de lo que se había supuesto. Se lo comunicaron después de cenar, cuando Pilar ya se había acostado. Levantó los brazos y estalló en un extraño sollozo. Miró fijamente a Ignacio y estrujó el delantal. «Pero… ¿Por qué, por qué?» Ignacio optó por retirarse a su cuarto y Matías no sabía qué hacer. Fue preciso pasar la noche prácticamente en vela y al día siguiente llamar a mosén Alberto para que tratara de hacerla comprender. A Carmen Elgazu le parecía que, de pronto, se había convertido en una mujer estéril. Ignacio pasó unos días en un estado de angustia increíble. —Madre, ¿qué puedo hacer? No iba a seguir sin vocación, ¿verdad? —Ya lo sé, hijo, ya lo sé. Pero me había hecho tantas ilusiones… Pilar miraba a su hermano con el rabillo del ojo. Ella casi se alegraba. Nunca había imaginado a Ignacio sacerdote y cuando llevaba medias se mofaba de él. Ahora les había dicho a sus amigas del Colegio. —¿Sabéis? ¡Mi hermano no será cura! Matías Alvear pasaba unos días que no se los deseaba a nadie, ni siquiera a don Agustín Santillana, contertulio antiliberal. Resoplaba buscando soluciones. ¡Era preciso consolar a su mujer! Su esperanza era César, pero éste no se decidía a hablar. ¡Diablo de chico! Todo el día dirigía miradas furtivas, cuando no se encerraba en su habitación como si escondiese un gran secreto. Una noche Matías, harto de esperar, le llamó y le tiró de la oreja. —Vamos a ver, pequeño —le dijo—. O yo no soy tu padre, o estás queriendo y no queriendo. ¿Verdad o no? César se pasó la mano por el mechón de la frente. Miró a su padre con cara entre miedosa y esperanzada. —¿Qué quieres decir…? —Pues… muy sencillo. ¿Quieres cantar misa tú, o no…? César esbozó una sonrisa, que al pronto su padre no comprendió. Las facciones todavía indefinidas del chico le traicionaban. Finalmente, éste contestó: —Habla con mosén Alberto. ¡Acabáramos! Matías Alvear se fue al Museo Diocesano, cuyo conservador era mosén Alberto. El sacerdote, impecablemente afeitado, le dijo que aquella visita le alegraba. En efecto, llevaba muchos días estudiando a César… —Es un chico extraño. Es un alma sensible. El problema es delicado… Tanto más cuanto que creo que no está muy bien de salud. Matías Alvear se impacientó. —No es fuerte como Ignacio, desde luego. Pero… ¿tiene vocación o no la tiene? Mosén Alberto tomó arranque para contestar: —Señor Alvear, yo creo que su hijo tiene vocación de santo. Matías soltó una imprecación. Que César era un santo, ¿quién mejor que su padre para saberlo? También era una santa Carmen Elgazu, y otro santo Ignacio, y todos. Todos eran santos. —De acuerdo, de acuerdo. Pero yo lo que querría saber es eso: si tiene vocación para cura o no. El reverendo, por fin, sentenció: —Si en septiembre no le lleva usted al Seminario, el chico se muere. ¡Por los clavos de Cristo! Matías se desabrochó el botón del cuello. Tomó asiento. Habló largamente con el sacerdote, aun cuando consideraba a este hombre algo tortuoso. Y se enteró de muchas cosas. Supo que, en realidad, mosén Alberto no había tenido nunca confianza en Ignacio. El sacerdote hablaba del muchacho en tono reticente, como si le inspirara graves temores. —¿Quiere que le diga una cosa? —cortó Matías. —Diga. —Si fuera usted hombre casado, ya querría tener un hijo como Ignacio. La conversación se dio por terminada. Y el resto, fue coser y cantar. Matías regresó a casa alegre como unas pascuas. Llamó a Ignacio y le comunicó: —Me parece que tu madre va a llevarse una sorpresa. Esperó unos días aún. Esperó a que César en persona le dijera: «Padre, de lo que me preguntó, sí», para llamar a su mujer, liar lentamente un cigarrillo y comunicarle la noticia. —Ahí tienes. Ahí tienes el sustituto. —Y hallándose con las manos ocupadas, con el mentón señaló a César. Carmen Elgazu comprendió en seguida, pues llevaba días notando algo raro; miradas como diciendo: «Sí, sí, sufre. Para lo que te va a durar». Miró a César y el muchacho asintió con la cabeza. —Madre, quiero ser el sustituto de Ignacio. ¡Hijo! Ya no cabía duda. Carmen Elgazu recibió la noticia en pleno pecho. De pie bajo el calendario de corcho, exclamó: «Me vais a matar a emociones». No sabía qué hacer. Le parecía que sus entrañas volvían a ser fecundas. De repente le asaltó una duda. —¿Lo has consultado ya con mosén Alberto? César se disponía a contestar, pero Matías se le anticipó: —¡Sí, mujer, sí! Él mismo va a elegir el otro perchero. * * Era preciso esperar hasta septiembre. César preparándose para el Seminario. Ignacio para emprender su nueva vida. Ignacio miraba a su hermano con agradecimiento, pues su madre volvía a ser dichosa. En cuanto a él, era libre. ¡Libre! Lástima no poder disponer de la habitación entera. Tendría que continuar compartiéndola con César hasta septiembre. Pero su vida cobraba ahora tal novedad que los pequeños obstáculos no contaban. El instante más solemne de su victoria lo vivió en la barbería, cuando al tomar asiento ante el espejo pidió una revista y ordenó, en tono grave: «Sólo patillas y cuello». Matías Alvear entendía que personalmente había ganado con el cambio. Esperaba mucho de Ignacio, seglar. Tampoco creyó que la Iglesia española hubiera perdido nada: César valdría por dos. De Vasconia se recibió una carta quilométrica, llena de advertencias para el desertor y de parabienes para César. En Madrid, en cambio, parecieron tomarse todos aquellos manejos un poco a chacota. Muy pronto, Ignacio empezó a experimentar una curiosa sensación. De repente, sus cuatro cursos del seminario le parecían una pesadilla vivida por otro ser; otras veces se presentaban a su memoria con relieve angustioso. En realidad era demasiado sensible para enterrar con tanta facilidad un mundo que fue el suyo. Otros muchos ex seminaristas lo hacían y pregonaban su prisa por vengarse de Dios. Ignacio, en realidad, no sabía. Por el momento sentía una infinita curiosidad. Porque le ocurría que en los cuatro años había crecido: ya un ligero bozo apuntaba, negro, y se daba cuenta de que su formación intelectual, con ser incompleta, pues en el Seminario había muchas asignaturas importantes que no figuraban en el programa, era muy superior a sus conocimientos «de la vida». En realidad, Ignacio había estudiado unas materias básicas, que le daban cierto sedimento clásico. Se daba cuenta de ello al escuchar a Pilar y enterarse de las tonterías que explicaban las monjas. Y se daba cuenta incluso escuchando a su padre y a sus contertulios del Neutral. De modo que por este lado no había mucho que lamentar. Ahora bien, «de la vida…», nada. Enfrentado con la calle, con la sociedad, sabiendo que podía mirar a la gente cara a cara, leer los periódicos, fisgar las fachadas sin sensación de culpabilidad, se daba cuenta de que no entendía una palabra. De ahí sus ganas de saber. ¿Cómo era el mundo? ¿Por qué unos hombres tenían coche y otros no? ¿Por qué las parejas? ¿Era bueno o malo que el presidente de la República fuera un hombre como los demás? Se daba cuenta de que no conocía ni su propia habitación. Hasta entonces siempre la había ocupado como algo provisional; ahora sabía que podía arreglarla a su modo, por lo menos la parte de ella que le correspondía, y dos estanterías de armario que Carmen Elgazu le destinó. ¡Pronto pondría allí libros suyos! Luego, tampoco conocía absolutamente nada de la ciudad. A veces creía que conocía mejor Málaga, como si los ojos de un niño captaran mejor que los ojos de un seminarista. La ciudad… Aquello le atraía de manera irresistible. Conocer Gerona. A veces pensaba: «Debería buscarme un amigo». Pero no. Mejor solo. Salir de madrugada, o hacia el atardecer, y recorrer calles y mirar. Placer de mirar. Analizándolo bien, casi no conocía sino la parte antigua, la del Seminario y edificios nobles, pero de todo el barrio moderno, el ensanche, y los campos que venían luego, nada. Y tampoco de la parte del Oñar, remontándolo hacia el cementerio, y menos aún del barrio de los pobres, del misterioso barrio que empezaba a los pies del campanario de San Félix y se extendía luego, en casas que parecían de barro. Allí le llevaba su corazón, hacia la calle de la Barca, Pedret. Aquella aglomeración de edificios húmedos, de balcones con ropa blanca y negra puesta a secar, con gitanos, seres amontonados, mujeres de mala nota. Empezó por el barrio moderno. No le satisfizo en absoluto. Le decía a su padre: «Pero esto ¿qué es?» Matías le contestaba: «Cubista. ¿Té parece poco?» A Ignacio se le antojaba que la alegría era allí artificial, aunque las tiendas estaban llenas de cosas dignas de ser compradas, no se podía negar. Luego remontó el río y llegó hasta un pequeño montículo que llamaban Montilivi —monte del Olivo—. Desde la cima descubrió un panorama menos grandioso que el que se divisaba desde Montjuich o el Calvario, pero entrañable. Un pequeño valle, la Crehueta, verde, cuadriculado, por cuyo centro pasaba el tren chillando y despertando la vida. Luego empezaba el bosque, los árboles trepando hasta la ermita de los Ángeles, lugar de peregrinación.¨ … Seguir leyendo Capítulo III